El sonido del despertador no fue el que lo sacó de la cama aquella mañana. Adrián llevaba despierto al menos una hora antes, con los ojos clavados en el techo, escuchando el rumor lejano de la ciudad que se colaba por las ventanas. El reloj marcaba las 5:48 y, como cada día, Mariana dormía a su lado con la respiración acompasada, ligera, casi etérea. La miró de reojo, reconociendo en ella la calma que sostenía su vida, la certeza de un hogar que no había colapsado pese a la tormenta.
La calma, sin embargo, no era lo mismo que la paz. Y Adrián lo sabía.
Se levantó en silencio, se puso la ropa deportiva y salió a correr por el barrio aún en penumbra. Esa primera hora de sudor y respiración agitada era su manera de domar al león interior que rugía sin descanso. Cada zancada era un recordatorio de que seguía aquí, de que seguía fuerte, de que podía, como siempre, con todo.
Porque esa era su identidad: el hombre que no pierde, el que siempre encuentra la manera de convertir un derrumbe en escenario, una amenaza en oportunidad. Se había quedado. Había aceptado las condiciones de Mariana: cero contacto con Gala, teléfonos abiertos, rutina transparente. Lo había aceptado con la cabeza, sí, pero en su pecho ardía la sensación de derrota.
Derrota relativa, se decía a sí mismo mientras estiraba los músculos frente al espejo del gimnasio. Porque seguir era también una forma de ganar. Ganaba estabilidad, mantenía intacta la vida de sus hijos, sostenía el respeto de los que lo admiraban. A ojos externos, Adrián seguía siendo el hombre ejemplar, el empresario brillante, el esposo confiable. Esa imagen valía tanto como cualquier otra conquista.
Pero en la intimidad de sus pensamientos, el rugido no se apagaba.
De regreso a casa, Mariana ya había preparado café. Vestida con una bata sencilla, lo saludó con un beso breve en la mejilla, con la familiaridad de quien conoce todos sus gestos. Era la misma Mariana que, seis meses atrás, le había puesto un tablero de opciones delante: quedarse con ella y cortar de raíz, o irse y dinamitarlo todo. Él había elegido quedarse, y aunque nunca lo confesaba en voz alta, había días en los que se preguntaba si esa decisión había sido realmente suya o el resultado de una emboscada emocional.
Mariana no era villana. Nunca lo fue. Era, en todo caso, la mujer que había sabido ver su vulnerabilidad, que lo había mirado a los ojos con rabia y amor, y lo había puesto contra la pared. Adrián respetaba eso. La admiraba incluso. Pero no dejaba de sentirse enjaulado.
En la oficina, el día transcurría con la precisión de un reloj suizo. Reuniones, firmas, presentaciones. Adrián brillaba en su terreno, dominando cada sala con la seguridad magnética que siempre lo había caracterizado. Allí, en ese espacio de poder, recuperaba parte de sí mismo: el león que marcaba territorio, que se sabía admirado y temido.
Esa mañana, particularmente, cerró un acuerdo que llevaba meses en negociación. Los aplausos, las sonrisas, las manos estrechadas lo llenaron de un orgullo que no necesitaba disimular. “Usted siempre logra lo que se propone”, le dijo uno de los socios. Y él sonrió, porque era verdad.
O casi verdad.
Porque había un terreno en el que no podía jactarse de lo mismo: el del deseo. Ese fuego que no se había apagado en dos años de encuentros clandestinos, que había sobrevivido incluso a la imposición del silencio. Adrián había cumplido con su palabra: no contacto, ni mensajes, ni miradas fuera de lugar. Nada. Y sin embargo, el fuego seguía allí, latente, como un veneno dulce que recorría sus venas.
Había noches en que, sentado en su escritorio con un vaso de whisky, se descubría pensando en Gala. No en escenas de culpa, sino en memorias sensoriales: la manera en que reía cuando estaba un poco bebida, la intensidad de su mirada en los pasillos de un hotel, la forma en que su ambición se reflejaba en la suya como dos espejos enfrentados. Pensar en ella no era un error: era combustible. Lo alimentaba en silencio, aunque nunca lo admitiera.
Sara lo había confrontado más de una vez en esos meses. Su prima, con esa mordacidad brutal que no dejaba espacio para excusas, le recordaba que el silencio de Mariana no era olvido, que la calma aparente era en realidad un equilibrio precario.
—No confundas el silencio con la absolución —le había dicho en uno de esos desayunos incómodos, removiendo el café como quien remueve un cuchillo en una herida—. Lo que ella te dio fue tiempo, no perdón.
Adrián no respondía. Porque sabía que, aunque las palabras de Sara eran certeras, no cambiaban nada. Él había decidido quedarse, había decidido sostenerlo todo. Y sostenerlo todo también era una forma de ganar.
La relación con Mariana había mutado. Ya no había el desgarro de los primeros días, ni las discusiones interminables. Había una especie de tregua silenciosa, una convivencia funcional que permitía que la casa siguiera de pie. Compartían cenas familiares, iban juntos a eventos, incluso habían recuperado cierta intimidad física que, aunque distinta, tenía su propia forma de satisfacción.
Pero Adrián sabía que el león dentro de él no rugía por eso. Rugía por lo otro. Por lo que había tenido y ya no tenía. Por lo que sabía que aún existía, aunque no lo tocara.
En alguna parte de su mente, se repetía la misma pregunta:
¿Qué significa realmente la monogamia si nunca había sentido esto?
No era una justificación. Era un enigma. Uno que lo perseguía en cada reunión social, en cada copa de vino, en cada instante en que veía a Gala de lejos y recordaba que los dos compartían un secreto que había sobrevivido incluso al destierro.
La noche terminó como tantas otras: la casa en silencio, Mariana leyendo en la cama, él frente al escritorio con los documentos del día. Afuera llovía, y el sonido del agua golpeando los cristales parecía una metáfora de lo que sentía: un golpeteo constante, incesante, que nunca llegaba a desbordar pero tampoco se detenía.