El filo dorado de tus sueños

El encuentro en penumbra

La cena estaba destinada a ser rutinaria. Una de esas reuniones empresariales que se multiplicaban en los calendarios de todos, con copas demasiado llenas y discursos demasiado largos. El salón principal estaba iluminado con lámparas doradas, mesas redondas y manteles impecables. Gala llegó tarde, vestida con un vestido negro sencillo, de líneas rectas, pero con la elegancia natural que nunca necesitaba esforzarse en mostrar.

No lo buscaba. No lo esperaba. Y sin embargo, ahí estaba Adrián, al otro extremo de la sala, saludando con esa sonrisa que siempre imponía más que cualquier palabra. No se cruzaron de inmediato; cada uno se quedó en su órbita, cumpliendo con los saludos, los brindis, las conversaciones triviales.

Pero la conciencia del otro era inevitable.

Gala sintió cómo la espalda se le erizaba apenas al notarlo, como si el aire hubiera cambiado de densidad. Adrián, por su parte, fingió atención a lo que decía un colega, pero en el rabillo del ojo la buscaba, la encontraba, la retenía.

Fue después del segundo brindis cuando el azar —o el destino, o lo que fuera— los puso en el mismo pasillo. Gala salió hacia el baño, cansada de sonreír por compromiso, y Adrián, un minuto después, tomó el mismo camino con la excusa de una llamada.

El corredor estaba en penumbras, iluminado apenas por la luz amarilla de una lámpara olvidada. El bullicio de la cena se escuchaba lejano, amortiguado por las paredes gruesas.

Ella lo vio primero. Detuvo el paso, como si el cuerpo reconociera antes que la mente lo que iba a ocurrir. Adrián caminaba hacia ella, lento, sin prisa, pero con esa seguridad que siempre lo acompañaba.

No dijeron nada. No hacía falta.

Cuando estuvieron frente a frente, hubo un instante suspendido, un segundo en el que pudieron haber seguido de largo, fingir distracción, dejarlo en nada. Pero no lo hicieron.

Adrián la tomó suavemente del brazo, apenas un roce, como quien pide permiso. Gala no lo negó; al contrario, se acercó un paso, y el aire entre ellos ardió.

El beso llegó como un incendio contenido demasiado tiempo. Largo, profundo, eléctrico. No era un beso de nostalgia ni de despedida, tampoco de promesas. Era pura combustión.

El pasillo, con su penumbra cómplice, se convirtió en universo. El tiempo dejó de existir, y solo quedó la certeza de que la llama seguía intacta, indomable.

Cuando se separaron, respiraban agitados. Gala cerró los ojos un instante, saboreando aún el vértigo. Adrián apoyó la frente en la suya, como quien confiesa sin palabras lo inevitable.

—No se apaga —susurró él, apenas audible.

—Nunca lo hizo —respondió ella, con una sonrisa leve, casi peligrosa.

Un ruido al fondo, pasos lejanos, los obligó a apartarse. Se recompusieron el cabello, la ropa, la máscara social. Volvieron al salón como si nada hubiera pasado.

Y sin embargo, dentro de ellos, todo había vuelto a encenderse.

Durante el resto de la cena, ninguno buscó al otro. No hubo miradas evidentes, ni gestos delatores. Pero cada palabra, cada brindis, cada sonrisa ante terceros estaba atravesada por el recuerdo de ese beso en penumbras.

Era un secreto renovado. Una confirmación.
Una prueba de que, pese a todo lo vivido, pese a los acuerdos, pese a los silencios… el fuego seguía allí, intacto, reclamando su espacio en la sombra.

Gala lo supo con una claridad inquietante: la vida podía seguir siendo perfectamente igual y aburrida, pero bastaba un pasillo oscuro para recordarle que no todo estaba bajo control.

Adrián, por su parte, sintió en carne viva lo que tantas veces había querido negar: lo suyo con Gala no era un error del pasado, ni una debilidad momentánea. Era una fuerza que seguía respirando, esperando.

Y los dos, desde mesas distintas, con copas distintas, fingiendo normalidad ante los demás, sabían que ese beso no era un accidente. Era el recordatorio de que la combustión, aunque oculta, nunca se había extinguido.




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