La mañana después de la cena amaneció igual que todas: Ernesto salió temprano, las niñas desayunaron entre risas y pequeñas quejas, la rutina se desplegó como un telón que cubría todo. Gala, con su traje ejecutivo azull, sirvió jugo, organizó las mochilas, repartió besos de despedida. La perfección de lo cotidiano estaba intacta, como siempre.
Y sin embargo, bajo la piel, corría otra corriente.
El beso en la penumbra seguía latiendo en su boca, un ardor secreto que no competía con nada de lo que tenía en casa, porque no era lo mismo. No había culpa, ni siquiera la sombra de la culpa. ¿Cómo culparse por sentir la vida recorrerla con esa intensidad? Era electricidad pura, un recordatorio de que estaba viva, deseada, invencible.
Gala no necesitaba justificarlo. Ernesto era un buen hombre. Amaba a sus hijas con ternura y a ella con calma. La vida con él era sólida, segura, funcional. Un hogar completo. Pero la solidez, pensaba mientras se servía un café humeante, no sustituía el vértigo. No era falta ni vacío; era abundancia. El beso con Adrián no restaba, sumaba. No arrebataba nada a su vida; la expandía.
Se miró en el espejo del pasillo: el cabello aún ligeramente desordenado, los labios frescos de bálsamo, los ojos más brillantes que en semanas. Había algo en esa chispa que ningún cosmético podía reproducir. Era un poder silencioso, una seguridad que no dependía de la aprobación de nadie.
“Soy la mujer que lo tuvo todo en la mesa y aún eligió probar lo prohibido, no por hambre, sino por deseo”, pensó. Y esa idea no le pesaba: la llenaba.
Durante el día, en medio de llamadas, juntas, presentaciones, cada tanto el recuerdo del pasillo la atravesaba como un relámpago. Una sonrisa que se le escapaba en medio de una negociación. Un cosquilleo que la recorría mientras esperaba un ascensor. No había remordimiento, había un secreto que la hacía sentir más poderosa.
Por la noche, al acostarse junto a Ernesto, lo miró dormir. Sintió cariño, amor, ternura. Y a la vez, supo que una parte de sí estaba encendida en otra dimensión. No eran opuestos: eran capas de un mismo ser. Ella, la madre dedicada, la esposa fiel en apariencia, la empresaria impecable… y también la mujer que había vuelto a besar al hombre que encarnaba la ambición y el fuego.
Cerró los ojos y pensó: no necesito elegir. El mundo podía seguir creyendo en la linealidad, en el bien y el mal, en la exclusividad como dogma. Ella había descubierto otra verdad: podía amar y a la vez desear. Podía sostener su vida perfecta y, de vez en cuando, dejarse arder en la penumbra.
Y no iba a pedir perdón por ello.
Adrián no durmió esa noche. El beso en el pasillo era un eco constante, repitiéndose en su memoria como un latido feroz. No era un hombre que dudara de sí mismo; el ego lo sostenía como un león en su territorio. Pero había algo en Gala que lo descolocaba, lo desnudaba.
La mañana lo encontró en su estudio, con un café negro que ya se había enfriado. Mariana despidio a los muchachos y él fingió revisar correos, aunque en realidad estaba atrapado en un monólogo interno.
Ese beso había confirmado lo que siempre supo: que lo suyo con Gala no era capricho ni debilidad. Era fuerza. Era destino. Y sin embargo, sabía también que estaba caminando sobre el filo.
“Podría perderlo todo”, pensó, y la frase lo atravesó como un rugido contenido. Mariana era inteligente, demasiado. No necesitaba pruebas para sospechar; bastaba con la intuición. Y si sospechaba, eventualmente lo confrontaría. ¿Qué diría entonces? ¿Que lo suyo con Gala era una chispa imposible de apagar? ¿Que la pasión y la ambición que compartían no eran negociables?
Su orgullo lo hacía reírse de esa idea: admitir debilidad jamás. Y sin embargo, ahí estaba, reconociendo que la única debilidad real era ella.
En la oficina, durante las juntas, su mente viajaba al pasillo. El roce de los labios, la electricidad que lo dejó sin aire. Se preguntaba qué habría pasado si no hubiera ruido al fondo, si no hubieran tenido que recomponerse. ¿Habría ido más allá? ¿Habría cruzado otra frontera? La mera duda lo excitaba y lo atormentaba.
No había culpa, tampoco en él. Había un peso distinto: la certeza de que tarde o temprano el juego exigiría un costo. Y aun así, no podía soltarlo. No quería. Su naturaleza era esa: conquistar, arriesgar, ganar.
En casa, frente a Mariana, fingió calma. Habló de proyectos, de compromisos, de la rutina. Pero en lo profundo, sabía que ella notaba la chispa diferente en sus ojos, la energía distinta. El león no podía ocultar cuando había cazado.
Por la noche, en su recámara, se sirvió un whisky y se quedó mirando su reflejo. El beso lo había hecho sentir invencible, vivo como hacía años no se sentía. Y en el mismo acto, lo había puesto en la cuerda floja de perderlo todo.
El rugido interno era claro: no podía, no quería renunciar. No estaba hecho para soltar lo que lo hacía sentir tan intensamente vivo. Aunque supiera que el filo era peligroso, aunque supiera que el silencio podía quebrarse en cualquier momento.
Levantó la copa y se dijo a sí mismo, casi como una promesa:
—No me apago. Nunca.
Y en la penumbra de su estudio, entendió lo esencial: no importaba cuánto se esforzara en disfrazar el deseo; Gala era su espejo ardiente. Y mientras existiera, el fuego nunca lo dejaría dormir tranquilo.