El auditorio estaba repleto. Filas interminables de ejecutivos, académicos, inversionistas y aspirantes escuchaban atentos mientras Gala se desplazaba por el escenario con una seguridad que parecía encender cada rincón. Vestía un traje blanco impecable, la silueta definida por un corte preciso y elegante, el cabello suelto cayendo con naturalidad, y una voz modulada que no sólo exponía datos, sino que narraba con ritmo y pasión.
No hablaba de estrategias vacías, sino de visión. Y había algo en la manera en que pronunciaba cada palabra que volvía el aire magnético, como si todos en la sala hubieran sido convocados a una misa laica donde Gala era sumo sacerdote y oráculo a la vez.
En otra ciudad, a cientos de kilómetros, Adrián también hablaba frente a su público. Una junta de alto nivel, un consejo de inversores internacionales que había viajado solo para escucharlo. Tenía en las manos los números, los proyectos, las proyecciones. Pero sobre todo, tenía la energía que desarmaba resistencias: un carisma sólido, de león que no ruega, sino que ordena el rumbo y arrastra consigo a todos.
Él, en su traje oscuro perfectamente cortado, la corbata apenas aflojada, irradiaba dominio. Cada vez que asentía con calma antes de responder una objeción, lo hacía con esa seguridad que no necesita levantar la voz para imponerse.
Lo curioso —o lo inevitable— es que ambos, en momentos distintos de esa mañana, pensaron lo mismo.
Gala, mientras mostraba una gráfica ascendente y veía las miradas encendidas del público: Adrián me vería aquí y sabría que no me tiembla la voz, que soy tan su igual como su reflejo.
Adrián, mientras estrechaba manos y cerraba acuerdos millonarios: Si Gala me viera ahora, entendería que no hay escenario donde no domine, que el fuego no es sólo deseo, es capacidad de conquista.
Dos escenarios diferentes, dos ciudades, dos públicos. Pero una misma corriente invisible.
Esa era la paradoja: podían pasar semanas sin verse, sin mensajes más allá de lo estrictamente neutro, y aún así, saberse. Sentirse. No necesitaban estar juntos para reconocerse invencibles; bastaba con imaginar al otro brillando para encenderse.
“Los nombres del poder”, pensó Gala, al terminar su exposición entre aplausos. El poder de mover masas, de inspirar, de conquistar. Pero también el poder secreto de pensar en él, de saber que allá afuera existía alguien capaz de mirarla sin miedo, de no achicarse frente a su fuerza. No importa dónde estés, Adrián, me tienes cuando quieras, resonó en su interior como un mantra.
Adrián, al salir de la sala donde todos lo felicitaban, sonrió para sí mismo. La misma frase le había cruzado el pecho como una descarga: No importa el lugar, Gala. Me tienes cuando quieras.
El poder tenía muchos nombres: dinero, éxito, reputación, prestigio. Pero entre ellos, había un nombre silencioso, compartido, que sólo ellos dos entendían. Ese poder que no dependía de contratos ni aplausos, sino de la certeza de que, en cualquier escenario del mundo, bastaba con un gesto, una mirada, una coincidencia, para que todo lo demás dejara de importar.
Y esa certeza era más adictiva que cualquier triunfo.
Días después, Mariana hojeaba distraída su celular en una cafetería cuando levantó la vista y le mostró la pantalla a Sara.
—Mira esto —dijo, con voz neutra.
En la nota aparecía una fotografía de Gala en su conferencia: impecable, brillante, rodeada de flashes. Junto a ella, en otra publicación del mismo evento, Adrián en su propio escenario, recogiendo elogios de la prensa especializada.
—Dos nombres que no paran de salir en todos lados —comentó Mariana, sirviéndose más café—. Siempre en la cima. Siempre en el reflector.
Sara arqueó una ceja, mordaz.
—Sí, parecen tenerlo todo. Par de cabrones es lo que son.
—Se les nota, se creen invencibles—susurró Mariana, más para sí misma que para su prima.
Sara se encogió de hombros, pero la sonrisa irónica en su rostro dejaba la duda flotando: ¿era coincidencia, o esa simultaneidad tenía otro nombre que ellas no se atrevían a decir en voz alta?
El silencio entre las dos duró más que el sabor del café.