El restaurante era luminoso, casi demasiado. Mariana había elegido ese lugar porque sabía que a Sara le divertía analizar a la gente desde el ventanal: los que caminaban con prisa, los que parecían llevar el mundo a cuestas, las parejas que discutían en silencio. Ileana se les unió, impecable como siempre, con esa ligereza de quien no necesita justificarse ante nadie.
La charla empezó inocente, entre risas y comentarios sobre un nuevo proyecto de Ileana, pero pronto derivó en ese terreno donde Sara siempre brillaba: el filo de la mordacidad.
—¿Se dieron cuenta de que Adrián y Gala salieron en prensa internacional la misma semana? —preguntó Sara, con un gesto calculado de sorna—. Uno en su congreso, la otra en su conferencia. Qué puntería.
Mariana alzó apenas una ceja. No se sobresaltó. No apartó la mirada. Solo se sirvió un poco más de té.
—Coincidencias, Sara. El mundo es pequeño para los que saben moverse.
Ileana rió por lo bajo, como quien sabe que pisa terreno minado.
—Coincidencias… o sincronías —añadió, divertida—. Al final, los que se entienden, se entienden.
Sara se reclinó en su silla, disfrutando el sabor de la incomodidad ajena.
—Lo que pasa con ustedes es que siempre quieren creer que todo se puede ocultar. Pero yo… yo pienso que hay tentaciones que, aunque se noten, ya están consentidas.
Adrián apareció en la escena minutos después, como si el destino hubiera escuchado su nombre. Había prometido pasar un momento por el café a saludar antes de ir a la oficina. Cuando llegó, se encontró con las tres, cada una en un estado de ánimo distinto: Ileana liviana, Sara afilada, Mariana serena.
Se sentó a la mesa, pidió un espresso y notó el aire espeso, aunque nadie hubiera pronunciado todavía palabra contra él. Fue Sara quien lo hizo, como siempre, con sonrisa peligrosa.
—Adrián, ¿qué se siente ser portada de revistas de negocios al mismo tiempo que Gala? —preguntó, juguetona, pero con un filo escondido.
Él levantó la vista, tomó un sorbo y respondió sin perder la compostura.
—Se siente que los dos trabajamos duro. Y que lo hacemos bien.
—Ajá —Sara ladeó la cabeza—. O que tienen un timing envidiable. Hasta en la tentación parecen coordinarse.
Ileana soltó una carcajada, Mariana ni se inmutó. Adrián sostuvo la mirada de Sara, sabiendo que aquello no era un chiste al azar. Ella lo sabía. No del todo, no con pruebas, pero lo suficiente para disparar esa bala envuelta en risa.
—Sara —intervino Mariana por primera vez, con calma—, no todo lo que parece espejo es reflejo.
Sara se encogió de hombros.
—No dije que fuera reflejo. Dije que era… tentación consentida. Y a veces, consentir es más poderoso que resistir.
El silencio cayó un instante. Adrián no respondió. No necesitaba. Ese silencio era un pacto tácito: Sara sabía, lo insinuaba, lo dejaba flotar. Mariana también sabía, pero había elegido ya no desgastarse. Ileana, mientras tanto, observaba con un brillo de fascinación: le atraía esa manera en que Mariana había dejado de pelear contra lo invisible y se había reconciliado con la idea de amar sin cadenas.
Cuando Adrián se levantó para irse, Sara lo despidió con un “Cuídate, león”, cargado de doble filo. Él no giró la cabeza, pero supo que en esa frase estaba todo lo que Sara pensaba y no decía: que jugaba al filo, que podía perder, y que aún así, ella lo admiraba por no arrepentirse.
Mariana terminó su té con una calma que sorprendió a todas. Sonrió suavemente y dijo:
—¿Saben qué? La vida sigue. Y yo decido que siga sin ansiedad.
Sara la observó, casi incrédula.
—Eres de otra pasta, Mariana.
—No, Sara. Solo aprendí que amar no es poseer. Que nada es eterno… salvo lo que uno decide dentro de sí.
El resto de la mañana transcurrió entre risas sueltas y confidencias triviales, pero en el aire quedó suspendida esa idea peligrosa, casi liberadora: que había tentaciones que no se combaten, sino que se aceptan como parte de la vida misma. Y que algunas mujeres —muy pocas— podían mirarlas de frente sin sentir culpa.