El filo dorado de tus sueños

Soltamos, pero caemos todos

El restaurante estaba lleno de conversaciones cruzadas, pero en la mesa de Ernesto y Mariana flotaba una calma incómoda. No era una cita planeada, más bien un encuentro casual. El había aceptado la invitación de último minuto, y ahora, frente a frente, las copas de vino parecían excusas para no mirarse demasiado.

Ernesto fue el primero en romper el silencio.
—¿No te parece raro?

Mariana levantó la vista.
—¿Qué cosa?

—Que ya no nos juntamos. —Lo dijo con naturalidad, como quien señala el vacío de una silla en la mesa—. Las cenas en casa de Sara, las sobremesas en lo de Ileana… de pronto todo se acabó. Antes era casi automático, y ahora… nada.

Mariana apretó el tallo de la copa entre sus dedos. Había esperado ese comentario, aunque no sabía de quién llegaría primero: si de Ernesto, o de Sara con alguna de sus verdades a quemarropa.
—Supongo que las dinámicas cambian. —Intentó sonar ligera, pero su voz cargaba un peso imposible de disimular.

Ernesto negó con la cabeza.
—No. Esto no fue “dinámica”. Fue algo más. Lo sentí. Todos lo sentimos. Como si de un día para otro algo se hubiera roto.

Mariana suspiró. La mirada franca de Ernesto la obligaba a reconocer lo que había callado durante meses. No era hombre de adornos, y esa franqueza lo hacía implacable.

—No fue de un día para otro —respondió al fin, despacio, como quien abre una puerta cerrada demasiado tiempo—. Fue cuando ya no pude sostener la mentira.

Ernesto arqueó las cejas.
—¿Mentira?

El aire entre ellos se tensó. Mariana lo miró, sabiendo que no había vuelta atrás.
—Gala y Adrián.

La frase cayó como una losa en medio de la mesa. Ernesto se quedó quieto, inmóvil, como si las palabras necesitaran varios segundos para asentarse en su mente.

—… —hizo un gesto leve con la cabeza, incrédulo, aunque en el fondo ya lo sabía—. Siempre lo intuí. Pero otra cosa es oírlo.

Mariana bajó la mirada, girando el anillo en su dedo como si buscara sostén.
—Yo tampoco quería admitirlo. Pero ahí estaba, Ernesto. En cada mirada, en cada excusa, en cada silencio que no cuadraba. El grupo dejó de juntarse porque yo ya no podía seguir fingiendo.

Ernesto soltó una risa seca, sin humor.
—Y yo creyendo que era cuestión de agendas.

—Ojalá hubiera sido eso —respondió Mariana, con un dejo de amargura.

Se miraron un instante en silencio. No había llanto, no había explosión. Solo la certeza compartida de que el aire que habían respirado en esas comidas de grupo estaba envenenado desde hacía tiempo.

—¿Desde cuándo? —preguntó Ernesto, con la voz baja.

—Dos años, al menos. Quizás más. Se las arreglaron bien… demasiado bien. Hace un año los descubrí, hice que pararan, amenazandolos con contarte…pararon, pero…pues aqui estamos

Ernesto asintió, con los labios apretados. El dolor no era sorpresa; era confirmación.
—Lo supe, Mariana. No con pruebas, pero lo supe. Y lo dejé pasar. Pensé que era yo exagerando, que la amistad era más fuerte. Pero al final… no lo era.

Ella lo miró con compasión, pero también con esa dureza propia de alguien que ya atravesó el fuego.
—Ahora ya lo sabes de verdad. La pregunta es: ¿qué vas a hacer con eso?

El silencio fue su única respuesta. Ernesto se recargó en el respaldo, exhalando hondo, mientras Mariana lo observaba con la serenidad de quien ya no espera salvación.

La grieta que había empezado en las sobremesas, en las cenas interrumpidas, ahora tenía nombre. Y por primera vez, Ernesto tenía la certeza de que ya no podía evitarla.




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