El filo dorado de tus sueños

El sabor oscuro

El reloj de la habitación marcaba las 4:17 de la tarde, aunque el tiempo en ese lugar parecía detenido, como si hubiera aceptado la complicidad de dos cuerpos que lo desafiaban. La ciudad rugía afuera, con su tráfico y su vida mecánica, pero dentro del hotel el aire estaba suspendido en otra lógica: la de la respiración entrecortada, el roce de unas manos que no conocían freno, las risas entrecortadas por la urgencia.

El encuentro había sido planeado. Sin pretextos, sin excusas infantiles. Un mensaje breve, un acuerdo tácito, una cita pactada con la precisión de quien sabe que está jugando un ajedrez sin red. Adrián había llegado primero; Gala, unos minutos después, con esa mezcla de ansiedad y certeza que la acompañaba cada vez que cruzaba un lobby anónimo. Nadie los saludó, nadie los miró más de lo necesario. La clandestinidad también tenía algo de escenario perfecto: eran invisibles a ojos de los demás, pero invencibles en el espejo mutuo que solo ellos reconocían.

La puerta del cuarto se cerró con un golpe seco. Después, el silencio. Un silencio que contenía demasiadas cosas: el deseo acumulado, la tensión del riesgo, la risa contenida de quienes se saben vencidos por el magnetismo del otro. Adrián la miró con esa expresión que combinaba poder y hambre; Gala respondió con un gesto mínimo, casi un reto, que decía: aquí estoy, otra vez.

No se necesitaron palabras para iniciar. Él la atrajo con la fuerza de un imán, y el primer beso fue largo, profundo, de esos que no reconocen tiempos ni explicaciones. Era un beso de reencuentro, pero también de confirmación: aún estaban ahí, aún el fuego seguía intacto, aún el universo se plegaba cuando sus bocas se encontraban.

Las ropas fueron cediendo como testigos dóciles, uno tras otro, hasta que quedaron desnudos en todos los sentidos. El cuerpo de Gala, luminoso bajo la penumbra del hotel, se convirtió en territorio que Adrián exploraba con la precisión de quien sabe que la conquista no es dominación, sino alianza. Ella lo recibía con risas breves, con suspiros que se convertían en órdenes implícitas, con la certeza de que no había nadie más en el mundo que pudiera despertar en ella esa vitalidad.

No hubo prisa. No necesitaban la torpeza de lo urgente: se sabían dueños de cada segundo. Cada caricia era un pacto, cada gemido una firma invisible de que el secreto seguía vivo. Y cuando finalmente el ritmo se volvió inevitable, cuando los cuerpos chocaron con esa violencia dulce que roza lo divino, Gala sintió que el mundo se reducía a eso: a la capacidad de estar viva, de sentir, de ser entera.

Entre respiraciones agitadas y el calor que impregnaba la habitación, llegó la reflexión inevitable. La metáfora que había empezado como una broma mental y que ahora se imponía con la contundencia de lo verdadero.

Ama a Ernesto. Lo ama como se ama el chocolate de siempre, el que está en la alacena, el que nunca falta en la mesa familiar. Ese sabor cotidiano, confiable, que acompaña en los días buenos y en los malos. Ese chocolate tibio que reconforta, que sostiene, que jamás falla. Ernesto era eso: el amor sólido, el refugio seguro.

Pero lo que estaba ocurriendo ahí, con Adrián, era distinto. Era el chocolate oscuro, raro, intenso, con ese dejo amargo que despierta todos los sentidos al mismo tiempo. El que no se prueba todos los días, el que se recuerda incluso cuando ya se ha terminado. No era un reemplazo, no era una traición a la dulzura de Ernesto, sino un complemento vital: la chispa que encendía lo que la rutina había apagado.

No había culpa. Gala lo pensó con absoluta claridad. La culpa era un invento social, una cadena fabricada para limitar la libertad de sentir. Lo suyo no era un vacío ni un capricho: era humanidad. Era deseo aceptado y compartido. Era un acto íntimo de ambición y goce que la hacía más entera, no menos.

Adrián, exhausto y victorioso, la miró con la sonrisa de un hombre que sabe que ese instante es suyo y de nadie más. Ella, recostada sobre el pecho de él, dejó escapar una risa breve, casi infantil, pero cargada de poder.
—Somos imparables —susurró.

Él no respondió con palabras; deslizó su mano por su espalda, confirmando lo que ella ya sabía.

Pasaron horas que parecieron segundos. El reloj avanzaba, pero ellos estaban en otra dimensión, en un universo paralelo hecho de sábanas revueltas y besos que ardían más que cualquier promesa. Al despedirse, no hubo dramas. Solo la certeza de que volverían a encontrarse, de que no había marcha atrás, de que en cada oportunidad el chocolate oscuro los esperaría, irresistible.

Al salir del hotel, Gala se miró en el espejo del elevador. Se vio radiante, con los labios aún hinchados, con las mejillas encendidas. No estoy perdida —pensó—, estoy viva.

La puerta se abrió, el mundo volvió con su ruido. Pero dentro de ella, el eco seguía: la dulzura de lo cotidiano y el veneno exquisito de lo prohibido podían convivir.




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