El filo dorado de tus sueños

El tablero quebrado

Adrián subió a su estudio con el mismo andar que tenía cuando volvía de una negociación difícil. Pero no había contrato que renegociar, ni plan que redibujar. El tablero, esa metáfora que lo había sostenido siempre —con fichas que creía controlar, con piezas que movía a su ritmo— ahora estaba resquebrajado. No por un golpe, no por un alfil mal calculado: por un silencio. Por una mujer que eligió decir lo justo.

Se sirvió un whisky doble, sin hielo. El líquido ámbar tembló en el vaso como si reflejara lo que él no quería admitir: la vibración interna, la caída que no había previsto. Mariana le había dicho que lo que hiciera con su libertad ya no era su cadena. Y esa frase lo golpeaba más que cualquier amenaza.

“Todo no existe.”
Las palabras rebotaban en su cabeza como un eco venenoso.

Se había construido en la idea de que todo sí podía existir. El amor sólido de un matrimonio, los hijos creciendo en un hogar impecable, la pasión indomable con Gala, el poder en los negocios. Todo, siempre todo. ¿No había sido esa su marca personal? No perder, no soltar, no elegir. Ganar.

Pero el tablero se había fracturado.

Mariana no gritó, no lloró, no rogó. Lo que hizo fue peor: retirarse del juego sin dramatismo. Y en esa retirada, Adrián se dio cuenta de que el poder que sentía con cada movimiento no era invencible. El león podía quedar solo en su jaula, rugiendo para sí mismo.

Se recargó en el sillón de cuero, mirando las estanterías que tantas veces lo habían acompañado como testigos mudos de sus victorias. Esta vez, el silencio de la biblioteca no era cómplice: era un recordatorio.

¿Qué había hecho?

Sabía que amaba a Mariana. Amaba lo que habían construido: esa vida estable, la mirada cómplice cuando hablaban de sus hijas, el hogar que era refugio. Pero también sabía que con Gala no era amor doméstico: era fuego. Y no un fuego que se apagara con las sábanas, sino uno que lo convertía en otra versión de sí mismo, más ambiciosa, más viva.

Recordó esa noche, un par de horas antes que la tuvo entre sus brazos. La forma en que ella había reído en la penumbra, esa risa cínica y victoriosa que no pedía permiso ni perdón. Gala no era refugio. Era vértigo. Y él siempre había sabido que el vértigo podía costar caro.

Ahora el costo estaba sobre la mesa.

“Decide.”
Mariana se lo había dicho con la calma de quien ya no espera nada.

Pero, ¿decidir qué? ¿Qué clase de decisión era posible cuando cada camino era perder?
Si se quedaba, perdía a Gala. Si seguía, perdía a Mariana, perdía la casa, perdía a sus hijos. Y aún así, perder no era palabra que hubiera aceptado jamás.

Le dio un trago largo al whisky, casi como si quisiera quemarse la garganta.
El sabor amargo se mezcló con la conciencia de que ya no era dueño absoluto del juego. La reina había tomado el control en silencio, y él, el supuesto león, estaba atrapado en una partida que ya no podía alargar.

El teléfono vibró sobre el escritorio. No era Gala, no era Mariana, no era Sara. Era un número cualquiera, trabajo, banalidad. No contestó.

Su mente estaba en otra vibración: el recuerdo de la mirada de Mariana en la sala, esa mirada que no lo odiaba, pero que ya no lo necesitaba. Y el recuerdo de la piel de Gala, esa que lo reclamaba sin cadenas, la piel que lo hacía sentir indomable.

El tablero estaba quebrado. Pero él no sabía si quería repararlo o prenderle fuego.

Se levantó, caminó por la habitación como un león enjaulado, consciente de que no había rugido que sirviera. Solo había pasos circulares, ideas que se mordían la cola.
Mariana había entregado la jugada más astuta: no la venganza, sino la justicia. Y la justicia, entendió Adrián, era más difícil de enfrentar que el odio.

Se detuvo frente al ventanal. Afuera, la ciudad brillaba indiferente. Cada luz era una vida que no sabía nada de su derrumbe íntimo. ¿Qué importaba el éxito en los negocios si dentro de su casa el piso se resquebrajaba?

Terminó el whisky. La garganta ardía, pero no lo suficiente como para apagar la pregunta que lo carcomía:
¿Quién soy yo sin control?

Porque ser Adrián siempre había sido sinónimo de ganar. Ahora, frente al espejo invisible de su propia conciencia, la victoria se desdibujaba. Y lo que quedaba era un hombre que no sabía si el león seguía vivo o si la jaula lo había domesticado.

Cerró los ojos. La imagen que apareció no fue Mariana, ni Ernesto, ni siquiera Sara. Fue Gala. Esa sonrisa cínica, ese “me tienes cuando quieras” no dicho pero tatuado en su memoria. Y el eco de su propia certeza: “Todo no existe”.

Mariana tenía razón. Pero Adrián aún no sabía si podía aceptar esa verdad.

El tablero estaba roto. El león, por primera vez, no tenía jugada clara.




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