El filo dorado de tus sueños

La verdad desnuda

—Ya no hay manera de ocultarlo, ¿verdad? —dijo Ernesto, sin mirarla todavía, como quien teme que el contacto visual sea el inicio de una grieta sin retorno.

Ella dio un paso hacia él. No era la Gala temblorosa que él esperaba. No era la esposa arrepentida que llega con rodillas dispuestas al perdón. Era otra: más sólida, más peligrosa, más libre.

—No —respondió, con voz firme—. No hay manera. Y tampoco quiero ocultarlo.

Ernesto levantó la cabeza, incrédulo.

—¿Tampoco quieres ocultarlo? ¿Eso qué significa, Gala? ¿Qué para ti ya no existo, que lo nuestro vale tan poco?

Ella negó despacio, se sentó frente a él, sin apartarle la mirada.

—Escúchame bien: lo nuestro lo es todo. Tú lo eres todo. Eres mi prioridad, el hombre que amo, con quien quiero seguir. Pero… —tomó aire, como quien decide hundirse más hondo— también soy otra cosa, Ernesto. Una mujer que descubrió que puede ser libre, poderosa, sin culpas. Y lo que pasó no fue vacío, ni un juego. Fue deseo, y fue real.

Él apretó los puños.

—¿Y esperas que yo lo entienda? ¿Que lo acepte como si nada?

Gala sonrió apenas. No había ironía, sino una mezcla de ternura y audacia.

—No espero que lo aceptes como “nada”. Sé que duele. Pero quiero que intentes verlo fuera de la cárcel de la moralidad que nos han enseñado. Lo mío contigo no está en duda. Yo te amo, Ernesto.

Ernesto se levantó de golpe, comenzó a caminar por la recamara. Se pasaba las manos por el cabello, como si quisiera despejar una niebla imposible.

—¿Me estás diciendo que me amas y al mismo tiempo puedes… puedes…? —se trabó.

—Sí —lo interrumpió ella con serenidad—. Que puedo. Que no me siento culpable. Porque el amor no es cárcel, no es cadena. Tú eres mi hogar, Ernesto, y no hay nada ni nadie que pueda reemplazar eso. Pero no voy a negar que también hay una parte de mí que arde, que necesita esa otra chispa.

El silencio se hizo denso. Solo se escuchaba la respiración contenida de Ernesto. Gala lo miraba como si pudiera sostenerlo con los ojos.

—¿Y qué quieres de mí, Gala? —dijo al fin, con la voz quebrada—. ¿Que sea cómplice? ¿Que me trague la rabia y finja que no pasa nada?

Ella se acercó, lenta, hasta quedar frente a él. Le tomó la mano, y Ernesto no supo si retirarla o aferrarse más.

—No quiero que seas cómplice —dijo con calma—. Quiero que entiendas. Que sepas que no te traiciono en el amor, que no te quito nada. Que lo nuestro no pierde fuerza. Solo quiero que sepas que no me arrepiento. Que no me escondo. Y que, si eres capaz de ver esta dualidad como yo la veo, podemos seguir más fuertes que nunca.

Ernesto la miró con una mezcla de rabia y fascinación. Había algo en ella, en esa sinceridad sin culpas, que lo desarmaba más que cualquier mentira. No podía decidir si la odiaba o si la deseaba más que nunca.

Gala sostuvo el silencio, sin miedo. Sabía que esa noche no daría respuestas definitivas. Lo único que podía dar era su verdad desnuda. Y en su verdad, Ernesto seguía siendo el hombre de su vida. Solo que, en esa vida, también existía el veneno dulce de lo prohibido.

La noche no terminó con un portazo ni con una reconciliación. Terminó con dos cuerpos en la misma casa, divididos por la incertidumbre, unidos por un amor que ya no se ajustaba a ninguna definición convencional.

Porque en ese filo, Gala había encontrado su poder. Y Ernesto apenas empezaba a descubrir si podía vivir con él.




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