Ernesto se acosto a intentar dormir. El eco de sus palabras aún vibraba en el aire, como si cada sílaba hubiera quedado tatuada en las paredes.
“Te amo, eres mi prioridad. Pero no me arrepiento.”
Era imposible olvidarlo.
No pudo dormir. Encendió una lámpara tenue, sirvió un whisky y se sentó. El vaso en la mano temblaba levemente, no de frío, sino de un tipo de fiebre que nunca había sentido: la fiebre de saberse desplazado, sin haber perdido todavía el lugar.
Amaba a Gala. Eso no estaba en duda. Pero el amor, en su cabeza, siempre había sido lealtad, exclusividad, pacto silencioso de dos. ¿Qué hacer con una mujer que decía amarlo con la misma convicción con que reconocía haber besado, tocado y compartido la piel con otro hombre?
¿Qué hacer con alguien que podía decir “te amo” y “no me arrepiento” en la misma frase?
Se levantó y empezó a caminar en círculos por la sala. En su cabeza, tres escenarios lo perseguían como fantasmas:
Se llevó las manos al rostro.
Lo que más lo hería no era el acto en sí, sino la seguridad de ella. Esa calma que había tenido para mirarlo y decirle: “no me arrepiento”. Esa seguridad era un espejo en el que él aparecía pequeño, limitado, incapaz de romper las paredes de lo que consideraba correcto.
Recordó a Gala de años atrás: la mujer entusiasta, soñadora, que lo había elegido a él entre todos. Recordó sus viajes, los nacimientos de sus hijas, las noches de complicidad doméstica. Todo eso era verdad. Todo eso existía. Pero ahora había otra capa, otra dimensión de ella que lo dejaba en la cornisa.
Ernesto apoyó el vaso en la mesa. No lo había terminado.
El problema era que, en el fondo, la entendía. Él también había sentido, aunque nunca lo había dicho en voz alta, que la vida tenía rincones ocultos, pasillos prohibidos, tentaciones que no se nombraban. Gala había tenido el coraje de vivirlos. Él, en cambio, había decidido la comodidad de la rectitud.
La amaba. La deseaba todavía más después de escucharla. Pero también la odiaba un poco, por esa libertad que lo dejaba a él encadenado a sus propios límites.
Esa noche, Ernesto ya no subió a dormir. Se quedó en el sillón, pensando, entre whisky y cigarrillos, en la paradoja que lo devoraba:
¿Es posible amar y no poseer? ¿Es posible amar y no exigir exclusividad?
¿Podía él, hombre de orden, aceptar vivir con una mujer que había descubierto que la vida se enciende más cuando se prueba, de vez en cuando, el chocolate oscuro?
Cuando al fin amaneció, Ernesto se descubrió agotado pero lúcido. No tenía respuestas, solo una certeza: no podía decidir de inmediato. Lo único que podía hacer era convivir con esa verdad, como una astilla bajo la piel.
Y en esa cornisa, supo que estaba el nuevo Ernesto: un hombre que todavía amaba, pero que ya no podía amar como antes.