El filo dorado de tus sueños

El disfraz impecable

El despertador sonó a las seis y media, como siempre. Gala abrió los ojos, con esa rigidez de quien ha dormido poco y mal, pero se obligó a incorporarse de inmediato. No podía regalarse ni un segundo de fragilidad; no frente a las niñas, no frente a Ernesto, y mucho menos frente al espejo.

Entró al baño y se contempló. El reflejo le devolvió una mujer con ojeras, pero sus manos se movieron rápido: corrector, base, un delineado preciso. No era vanidad, era armadura. El maquillaje era la máscara que sostenía todo. No se maquilla una cara, se maquilla un quiebre.

—Mamáaa, ¿dónde está mi uniforme? —gritó su hija menor desde el pasillo.

Gala salió con paso firme, la voz dulce, como si no llevara un incendio por dentro.

—En la silla, amor, lo dejé planchado anoche. Ponte las calcetas que te compré, las de corazones.

La niña sonrió y corrió de regreso. La mayor entró a la cocina con el celular en la mano, quejándose de una tarea. Gala sirvió el desayuno como si nada: jugo, pan tostado, fruta cortada. El caos matutino era el mismo de siempre, y su tono de voz también.

Solo Ernesto estaba distinto. Sentado en la cabecera, el café en mano, la mirada hundida en el plato. No dijo nada. No reclamó, no preguntó. El silencio era un cuchillo filoso apoyado en la mesa. Gala, por dentro, sentía que cada sorbo suyo cortaba un pedazo de aire. Pero frente a las niñas, sonrió.

—Vamos, que se hace tarde. Hoy tienen examen, ¿no? —dijo con energía, como si nada pesara.

El trayecto a la escuela fue igual de “normal”: canciones en la radio, risas forzadas, comentarios sobre las compañeras. Gala cantó un par de versos desafinados, exagerando, y logró arrancar carcajadas. Nadie sospecharía que, apenas unas horas antes, había pensado que su matrimonio podía colapsar en cualquier instante.

Cuando dejó a las niñas, el silencio del auto la golpeó. No había risas que taparan el eco de la verdad. Encendió un cigarro —ese vicio oculto que solo se permitía en soledad— y dejó que la nicotina le quemara los pulmones como un recordatorio de que seguía viva.

En la oficina, la historia fue otra. Traje impecable, tacones firmes, sonrisa de acero. Entró a la sala de juntas con la misma fuerza que siempre, pero sintió las miradas distintas, como si todos supieran algo. Tal vez era paranoia, tal vez intuición.
En la presentación brilló: cifras, estrategias, aplausos contenidos. Cada palabra suya era fuego controlado, y por dentro repetía: “Mientras yo brille aquí, nadie podrá quitarme lo que soy”.

Durante la comida con el equipo, escuchó las risas, los chismes, las conversaciones banales. Respondió con chispa, con ese sarcasmo que todos admiraban. Pero por dentro había un cansancio insoportable. Un cansancio de sostener la normalidad como si fuera un edificio a punto de desplomarse.

A media tarde, recibió un mensaje de Ernesto:
“Nos vemos en casa. Tenemos que hablar.”

El estómago se le apretó. No era amenaza ni explosión. Era peor: la calma previa a un temblor.

Cerró el celular, respiró hondo y siguió su día como si nada. Firmó documentos, contestó correos, incluso felicitó a una colega por un logro. El mundo seguía girando, aunque el suyo estuviera suspendido.

La tarde la devolvió a su papel más difícil: el de madre. Recogió a las niñas de la escuela, escuchó sus anécdotas, se rió con ellas. Ayudó con la tarea, supervisó un proyecto de ciencias, preguntó si querían pizza o pasta para cenar. Ellas, inocentes, jamás notarían la tensión en el aire. Para ellas, mamá era la misma de siempre: presente, firme, amorosa.

La escena en la recámara fue otra. Las niñas dormían ya. Gala se quedó de pie junto a la ventana, con una copa de vino en la mano. Afuera, la ciudad brillaba como si nada pasara. Dentro, su corazón latía con la certeza de que estaba a punto de perderlo todo… o de demostrar que podía sostenerlo a pesar de todo.

Tomó un sorbo, cerró los ojos y ensayó la sonrisa que pondría cuando Ernesto entrara. Porque esa era su mayor destreza: hacer de la vida un escenario donde nadie sospechara que la actriz principal estaba temblando detrás del telón.




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