La casa estaba en silencio, ese silencio que se pega a las paredes y que ni las niñas lograban romper con sus risas desde la habitación contigua. Gala ya lo había dicho todo. No había marcha atrás en sus palabras, ni disculpas que retractaran lo que ya había sido afirmado con la calma de quien asume un destino: no se arrepentía. Lo amaba, sí. Amaba a Ernesto como se ama lo seguro, lo estable, lo propio. Y al mismo tiempo, no podía ni quería negar que lo otro había existido.
Desde entonces, la mesa del comedor había sido territorio de espectros: Ernesto apenas hablaba, Gala lo observaba sosteniendo la fachada como quien sostiene un cristal que amenaza con resquebrajarse al menor roce. Pasaron tres noches con él entrando tarde, durmiendo en el borde de la cama, despertando antes que ella. Pero esa noche, Ernesto la esperaba. No con ira, sino con esa calma devastadora que siempre lo había caracterizado.
—He pensado —dijo al fin, sin levantar la voz.
Gala, erguida, lo escuchó. No respondió. Sabía que ya no le tocaba a ella hablar.
—He pensado —repitió— que romperlo todo sería demasiado fácil. Y yo no soy un hombre que elige lo fácil.
Su mirada era distinta: no buscaba herir, no buscaba consuelo. Era quirúrgica, como la de alguien que está negociando un contrato del que depende la vida entera.
—Te creo cuando dices que me amas —continuó, con un dejo de cansancio en los hombros—. Y también te creo cuando dices que no te arrepientes. Ahí está la paradoja. Una que no puedo resolver ni con gritos ni con golpes en la mesa. Así que voy a proponerte lo único que me parece sensato.
Se inclinó hacia adelante, los codos en las rodillas, exactamente como la primera noche en que le confesó que lo sabía. Gala contuvo la respiración.
—No quiero perder a mis hijas. No quiero que crezcan entre escombros. No quiero que mañana tengan que explicarse a sí mismas por qué la casa se partió en dos. Eso no lo voy a permitir.
Lo dijo con la certeza de quien dicta una sentencia. Gala no se movió.
—Pero tampoco me vas a tener como si nada hubiera pasado. No más sonrisas automáticas en las cenas. No más deudas de silencio. Vamos a poner reglas. Y quiero que entiendas: no son castigos. Son el único modo en que esto puede seguir.
Alzó la mirada y clavó los ojos en los de ella:
—Teléfonos a la vista. Cuentas claras. Cada movimiento tuyo en el calendario, registrado. No me importa lo que piensen afuera, no me importa la fachada social, pero yo necesito la certeza de que no vas a volver a exponer lo que construimos.
Una pausa larga, casi insoportable. Gala no parpadeaba.
—Y lo otro… —respiró hondo— lo otro lo voy a llevar conmigo. No lo voy a gritar, no voy a hacer de esto un escándalo. Pero tampoco lo voy a olvidar. El silencio va a ser mi arma. Y quiero que lo sepas: cada vez que lo uses como escudo, te vas a encontrar con él como filo.
Gala lo miró en calma. Había esperado un derrumbe, un portazo, incluso un abandono. En cambio, lo que encontró fue una frialdad calculada, un Ernesto que, sin levantar la voz, imponía un orden que ni ella podía refutar.
—¿Y si te dijera que no puedo prometerte eso? —preguntó con una honestidad brutal, casi como un reto.
Ernesto sonrió, pero sin ternura. Una sonrisa corta, amarga.
—Entonces tendrás que decidir si vale más tu libertad que tu familia. Yo ya elegí. No voy a perder a mis hijas.
El golpe no fue un grito, no fue una amenaza. Fue peor: fue una certeza. Gala sintió el vértigo de comprender que, aunque no había cadenas explícitas, ese era el precio de continuar.
Ernesto se puso de pie, sereno, como si hubiera cerrado un trato.
—Duerme. Mañana seguimos. —Y se retiró a la recámara, dejándola en el comedor, sola con esa mezcla venenosa de decepción, alivio y conformidad.
Gala se quedó allí, con la copa de vino intacta entre los dedos. No había lágrimas. No había culpa. Solo la confirmación de que, aunque había perdido terreno, aún conservaba lo esencial: a Ernesto, a las niñas, el andamiaje de su vida intacto. Era el camino más seguro, para los dos. Y aunque por dentro ardiera la decepción, por fuera la calma era perfecta.