Cinco años después.
La cocina de Gala parecía una coreografía de relojes invisibles. La cafetera emitía un vapor tenue, el pan saltaba en el instante preciso, las niñas —ya no tan niñas— entraban y salían con las mochilas al hombro, cada una con la urgencia de quien empieza a tomar control de su propia vida. Gala se movía en medio de todo aquello con la calma de una bailarina que conoce cada paso de memoria.
Ernesto, sentado en la mesa, hojeaba el periódico digital en la tablet. Su gesto serio era el mismo de siempre, pero su silencio ya no pesaba como en otros tiempos. Habían pasado por mares tempestuosos, habían visto el filo de lo que podía deshacerlos, y, de alguna manera, habían elegido permanecer. No era ignorancia ni cobardía: era decisión.
—Te ves tranquila —dijo él, sin apartar del todo la mirada de la pantalla.
Gala alzó la taza de café y sonrió apenas. Tranquila era la palabra correcta, aunque debajo de esa calma hubiera siempre una corriente eléctrica, un secreto que no necesitaba nombrarse.
—Nos vemos en dos días —respondió, acercándose para darle un beso breve en los labios.
Ese beso era pacto, no costumbre. Era la señal de que, pese a todo lo que había ocurrido, la vida seguía en orden: las niñas avanzaban en la escuela, Ernesto mantenía su temple férreo en los negocios, y ella era la dueña de una rutina impecable. La fachada no era fachada: era la vida misma, pulida hasta volverse estable.
En otra casa, Adrián se ajustaba los gemelos de la camisa mientras Mariana lo observaba desde el marco de la puerta. La luz de la mañana lo bañaba a contraluz, y en esa silueta había algo distinto: ya no era el hombre que intentaba controlar cada tablero, cada jugada, cada sombra. Era otro: más cansado, sí, pero también más consciente de lo que había decidido dejar ir.
—Dos días —le dijo Mariana, acercándose para darle un beso en la comisura de los labios.
Sus hijos estaban en la universidad. Volverían en dos fines de semana, llenando la casa de risas, ropa sucia y conversaciones atropelladas. Mientras tanto, ellos dos habitaban una calma adulta, sin sobresaltos, sin reclamos.
Mariana había aprendido a amar sin cadenas, sin exigir exclusividad emocional. Su mirada ya no estaba atravesada por la ansiedad de la comparación ni por el dolor de la sospecha. Había encontrado otra forma de estar: vivir para ella, con él, pero no contra los fantasmas.
Adrián la besó de vuelta, pero al hacerlo, sintió el rugido de su león interno. No era ansiedad, no era falta: era memoria. El instinto seguía ahí, agazapado, recordándole que alguna vez quiso devorarlo todo.
El congreso era un desfile de espejos. Trajes idénticos, sonrisas ensayadas, palabras repetidas hasta el cansancio. Innovación, liderazgo, futuro. Las luces de los auditorios rebotaban sobre los rostros de ejecutivos y académicos que aplaudían con una convicción automática.
Gala tomó la palabra en una de las conferencias principales. Su voz resonó clara, firme, con esa seguridad que solo ella sabía desplegar cuando cada fibra de su cuerpo estaba en su lugar. El público respondió con una ovación medida, exacta. Ella sonrió, consciente de que había brillado sin que nada se le escapara de control.
Adrián, en paralelo, se movía en otro terreno. Salas privadas, reuniones cerradas, acuerdos sellados con apretones de mano. Él imponía con gestos mínimos: no necesitaba levantar la voz para que su voluntad quedara marcada como un hierro sobre la piel de sus interlocutores.
No se cruzaron durante el día. No era necesario. Los separaban metros de alfombra, paredes de cristal, pasillos infinitos. Y aun así, cada uno podía sentir la sombra del otro avanzando en paralelo.
En algún momento, mientras Gala bajaba del estrado y Adrián firmaba un acuerdo con tinta negra, ambos pensaron lo mismo: qué agotador es el éxito cuando todo se mide en horarios y reportes, y lo único real sucede lejos de las luces.
La noche cayó sobre la ciudad con la lentitud de una cortina pesada. El bullicio se trasladó a bares, terrazas y restaurantes. Copas alzadas, risas fuertes, música que escapaba por ventanas abiertas.
Adrián subió al ascensor de su hotel con el cansancio apretándole los hombros. La tarjeta magnética estaba tibia en su mano, como si supiera lo que abría. El ascensor se detuvo en el piso correcto con un ding metálico.
El pasillo era largo, iluminado con lámparas bajas que apenas marcaban sombras doradas en las paredes. Caminó con pasos firmes, aunque en su pecho el corazón latía como antes de una batalla.
Llegó a la puerta. Insertó la tarjeta. El clic eléctrico de la cerradura le pareció más nítido que nunca.
Empujó la puerta.
La habitación estaba en penumbras. Una lámpara de pie arrojaba un círculo de luz cálida sobre la alfombra. Y dentro de ese círculo, como un secreto revelado, lo esperaba Gala.
Estaba sentada en el borde de la cama, con el cabello cayéndole sobre los hombros. No sonrió con estridencia, no se levantó con prisa. Simplemente lo miró, con esa calma insolente que había sido siempre su firma.
Adrián cerró la puerta detrás de sí. El golpe suave resonó como un pacto. No hubo palabras iniciales. No hacían falta.
Cinco años después, la coreografía seguía intacta: una vez al año, solo una.
Diferentes congresos, la misma ciudad. Calculado con frialdad, vivido con fuego. Una cita invisible escrita en la agenda secreta de quienes entendieron que no podían tenerlo todo… pero tampoco estaban dispuestos a renunciar del todo.
Adrián dio dos pasos hacia ella. Gala inclinó apenas la cabeza, como quien reconoce que nada necesita explicación.
—Una sola vida —susurró ella, con voz baja, contenida, pero feroz.
Él asintió. Y en ese instante, el mundo desapareció.
Afuera, la ciudad seguía latiendo. Coches en avenidas, carcajadas que se escapaban de terrazas, vasos que chocaban en brindis efímeros.