Era una hermosa tarde de un caluroso verano en el vecindario Rollstone. El sol brillaba con intensidad y una refrescante brisa soplaba suavemente, llevándose consigo los despeinados cabellos de una mujer. Ella, caminaba sumergida en sus pensamientos y los problemas que el destino le había traído, de los cuáles no hablaba con nadie y prefería sopesarlos en momentos como ese, en soledad.
Erika Solari había salido a comprar algunas cosas a la tienda más cercana, su madre había vuelto al hospital por unas complicaciones en su enfermedad, por lo cuál tenía que dejar lista la comida para Olivia y Diego, sus revoltosos hermanos menores, antes de irse a trabajar sus turnos dobles. El dueño de la confitería, Miguel Matamala, al verla pasar le dirigió una sonrisa seguida de un saludo. Era un hombre muy amigable que adoraba los niños. Tenía siete hijos: cuatro niños y tres niñas, y una adorable esposa que lo amaba con devoción. Ellos eran, posiblemente, la familia favorita de Erika en aquél vecindario fantasma.
—Buenas tardes, Don Miguel —respondió Erika amablemente como era costumbre mientras que se resguardaba debajo de la tienda para evitar el calor innecesario. Él se acercó y la abrazó enérgicamente, tal cual lo hacía siempre. —¿Cómo se encuentra Alejito? Olivia me contó que el pobre está enfermo.
—Ah, mi hijito está bien, es duro como un roble, igualito a su papá. No te preocupes por él. —dijo Don Miguel a medida que levantaba su brazo derecho para mostrar que no estaba falto de atributos, luego rió estruendosamente— Por otro lado, me contaron que tu madre volvió al hospital —comentó pesaroso— Tú sabes que si necesitan ayuda con algo, aquí estamos para apoyarlos.
Era un hombre ya entrado en edad, las canas hacían presencia y su barriga se notaba bastante. Sus ojos eran cafés y uno que otro mechón de cabello conservaba el castaño claro. Era muy amable, cariñoso y siempre apoyaba a quienes le rodeaban; en sus venas corría la sangre mexicana y aunque tuvo que trabajar muy duro para ganarse la vida, le enorgullecía que sus esfuerzos dieran frutos.
Era como un abuelo para Erika, pues le brindaba la misma calidez que a un hijo, como si ella formara parte de su familia, lo cual la hacía feliz. Pasaban el tiempo juntos hablando de temas banales y se entretenían en amenas conversaciones; siempre le preguntaba a Erika por la Universidad y sus trabajos, preocupándose por ella y dándole ánimos cuando sentía que el cansancio podría con ella.
—Ella estará bien, o bueno, eso fue lo que nos dijo a los tres. Quizás evitó entrar en detalles para no preocupar a los niños. —Erika sonrió cuando Don Miguel tocó suavemente su hombro, recordándole a su padre, y luego, despeinó su, ya de por sí, revoltoso cabello.
—¿Y a qué se debe que hayas salido con este calor el día de hoy? Sí te quedas mucho tiempo bajo el sol, te vas a derretir muchacha; ten cuidado con eso. —Don Miguel le guiñó un ojo y entró a la tienda, seguidamente volvió con dos paletas en sus manos, dándole la de limón a Erika, su sabor favorito.
—Tengo que hacer unas compras para la cena de Diego y Olivia, hoy trabajo, entonces la tengo que dejar lista para que a ellos no se les vaya a ocurrir quemar la cocina. Así que, heme aquí. —dijo mientras recibía la paleta, no perdería su tiempo negándose, a sabiendas que la convencería de comerla.
—Entonces vete de una buena vez mijita, no quiero que el sol te derrita. —bromeó Don Miguel, pero sus ojos reflejaban una tristeza profunda— Y sabes que, si necesitas algo, aquí estamos nosotros para apoyarlos. Tenemos conocimiento del difícil momento por el que pasan y no queremos dejarlos solos en tal situación. Tú sabes el aprecio que les tenemos por aquí.
—Muchas gracias, Don Miguel —dijo Erika en un hilo de voz, secando la solitaria lágrima que, sin notarlo, había rodado por su mejilla. — Ya me voy, un saludo a los niños y a Doña Gloria. También dígale que muchas gracias por haber cuidado a mis hermanos ayer, tuve un día bastante pesado: turno doble más los módulos de la universidad me tomaron mucho tiempo.
—No te preocupes querida, de igual forma me gusta pasar el tiempo con los niños. —mencionó la recién llegada esposa de Don Miguel, Doña Gloria, cargando un bolso de supermercado lleno de víveres.
Gloria de Matamala era una mujer trabajadora, inteligente, amable y servicial, capaz de romperse el lomo por su familia y allegados. Al igual que su esposo, era una mujer entrada en edad, en su cabello quedaban restos del color rubio que tuvo en su juventud, ojos color oliva y un gran sentido de servicio hacia la comunidad. Ella, junto a Don Miguel, cuidaban de sus hermanos cuando tenía trabajo extra.
—Estoy muy agradecida con ustedes, no sé cómo pagarles todo lo que hacen por nosotros. En fin, me tengo que ir, feliz tarde. —se despidió de la amorosa pareja y se fue caminando con lentitud.
A pesar del tiempo, Erika no era el tipo de persona que pasaba corriendo y perdía momentos valiosos con sus allegados por la prisa. Iba comiendo su helado, disfrutándolo con ímpetu, faltaba poco para llegar al supermercado. Al entrar, se tomó el tiempo para revisar cuidadosamente cada repisa, observando si había algo nuevo. Compró lo necesario y salió de ahí quince minutos después.