El final del todo.

La estación de almas.

El camino que recorría Meikeito era uno de los más solitarios. Los gigantescos zeltos, con su madera como ceniza y sus hojas negras, lo rodeaban amenazantes. Parecía que quisieran devorar el par de metros del sendero y a Meikeito también de paso. Pero eso era solo una de las razones de que éste camino estuviera tan abandonado. La verdadera razón eran los peligros que acechaban escondidos entre las ramas obscuras de esos árboles.

La yegua que había rentado en la posada a las afueras del bosque sudaba por el esfuerzo. Del morro le salía una espuma blanca, preocupante. El pobre animal estaba en en su límite y no era para menos. Los caballos de raza sintrah eran, con mucho, los más resistentes que había. Aún así, las cuatro horas que llevaba forzando a la yegua no eran para nada recomendables. Meikeito no lo hubiera hecho de no ser necesario. 

Hacía dos días que recibió el mensaje. Estaba relajándose en su cabaña a las afueras de la ciudad Zin cuando le llegó. Decía unas cuantas palabras pero muy preocupantes. "Estación de almas. Bosque de zeltos. Ataque." Solo eso bastó para ponerle en marcha, llevando al límite a cada montura desde Zin hasta el bosque. 

Meikeito apartó la mirada del camino, no podía permitirse perder a la yegua antes de llegar a su destino. Con todo el cuidado que pudo, sostuvo las riendas con una mano y extendió la otra hasta tocar la piel avellana del animal. Se concentró, no tenía de otra, y pronunció las palabras entre susurros.

—Gah. Meit. Shinto.

 Una luz verde azulada iluminó la joya de tosikinto que ajustaba a su muñeca con un lazo de cáñamo. En un momento sintió como se relajaban los músculos de la sintrah bajo su palma. En cuanto terminó volvió a tomar las riendas con ambas manos y la atención al frente. No tardó más de unos poco segundos, pero cuando vio el camino notó un bulto justo al frente. No tuvo tiempo de hacer nada. La yegua tropezó y cayó de bruces, Meikeito salió volando varios metros. Solo su pensamiento rápido y su hablar fluido lo salvaron de una muerte segura. 

—¡Rempes!

Su grito sonó fuerte y claro. Ésta vez la luz iluminó cada una de las dos joyas que llevaba en las muñecas, rompiendo la obscuridad del anochecer que lo rodeaba. La magia se proyectó contra el suelo y Meikeito se deslizó ileso cerca de tres metros por la tierra. Levantó la mirada en cuanto pudo. La sombra se acercaba a la sintrah El hombre se levantó rápidamente, extendió las manos con las palmas bien rectas y volvió a invocar el poder de Gah.

—Gah. Uns. kineito.

La luz salió de las joyas como un rayo y se estrelló contra la sombra. Por donde pasaba iluminó su alrededor, permitiendo a Meikeito ver el suelo del camino, los árboles de alrededor y la yegua tumbada de costado, pero no a la sombra que siguió tan negra como antes. En cambio, el impacto provocó un chisporroteo y un sonido como de agua evaporándose repentinamente. La criatura, que él conocía como weikto, se escabulló alejándose de la luz. 

El hombre, de raza ahkinei, corrió hacia la montura con la esperanza de que no se hubiera hecho daño. Mientras caminaba apresurado puso ambas palmas al frente, a la altura de su abdomen, y mirando hacia el cielo. 

—Gah. Wuns. Rempes. —Exclamó y dos esferas doradas y luminosas se formaron sobre sus manos para luego flotar a su alrededor. 

El sonido de agua volvió a escucharse. Meikeito no lo tomó en cuenta y se hincó frente a la montura para revisarla. Había un charco de sangre cerca de las patas delanteras y una de ellas estaba rota. EL ahkinei maldijo para sus adentros. Tenía que tomar una decisión. Lo meditó por un momento pero sabía que solo era su lado sentimental resistiéndose. Lo que debía hacer estaba claro. Necesitaba a la yegua para llegar a tiempo. Aún faltaban más de 30 kilómetros para llegar a la estación. Se levantó y volvió a pronunciar las palabras que había usado antes.

—Gah. Meit. Shinto.

La yegua soltó un relincho que le sonó desesperado. Meikeito sabía que la magia curativa, aunque provenía de Gah, era peligrosa. Nadie debía recibirla dos veces en menos de un día. Se corría el peligro de morir e incluso cosas aún peores. 

El animal se levantó como si nada y si Meikeito no supiera de caballos no habría notado la diferencia. La yegua estaba ansiosa por correr. Tenía las orejas echadas hacia atrás y agitaba la cabeza sin razón aparente. Él se obligó a ignorar todo eso, montó con la agilidad de un experto y siguió su camino. Ésta vez las esferas doradas flotaban a su lado a pesar de que gastaban una cantidad de energía considerable. 

Llegó a la estación quince minutos después, la mitad del tiempo que hubiera hecho normalmente, la sintrah no iba con él. Desde lejos pudo ver las antorchas que colgaban de varios postes alrededor de la estación de almas. En realidad era una cabaña rústica a un lado del camino en el medio del desierto bosque. La luz vacilante enmarcaba una figura robusta y el humo claro del tabaco reflejaba los haces difusos. 

La figura se enderezó alertada por algo y se quedó así hasta que Meikeito llegó frente a la cabaña. Se trataba de un hombre con armadura pesada. En la cintura le pendía una masa, en su espalda un escudo de rodelas y en su mano un puro encendido. Sus facciones eran duras, su cabello corto y negro igual que sus ojos. Una cicatriz lo marcaba desde la mejilla derecha, cruzaba el puente de la nariz y terminaba cerca del ojo izquierdo. Lo habría confundido con un ahkinei de ciudad Mei pero medía al menos una cabeza más de lo que debería.

—Soy Meikeito de Zin. Hechicero del círculo. —Dijo intentando sonar lo más calmado que le fue posible. Él era los refuerzos, su papel en ese lugar no era solo para ayudar, sino que debía ser el árbol del que se sostuvieran los demás. 

El hombre lo miró mientras chupaba el puro consumido casi por completo. En seguida lanzó la colilla a un lado, asintió y le hizo un ademan para que lo siguiera. 




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