El final del todo.

El cuervo borracho.

Eilar era una mujer caballero nacida a las afueras de la ciudadela de cristal. Le llamaban así pero en realidad no era mas que un castillo viejisimo de una era pérdida hacía miles de años. Ella pasó la mitad de su vida mirando ese castillo derruido. Era el legado de su raza.

Cuando las guerras de supremacía se llevaban a cabo, ese lugar era una verdadera joya. Las torres resplandecian reflejando el sol y en la estructura principal la vida bullia. Hoy en día todo eso se había convertido en leyendas.

Eilar se había convertido en caballero debido a esas leyendas. No le importó que las órdenes de caballería estaban prácticamente extintas. No le importó que los únicos que podían nombrarla y concederle sus espuelas eran vejestorios amargados y olvidadizos. Tampoco que la espada que portaba fuera solo una réplica de otra con más renombre. Pero todo eso es parte de una historia olvidada.

Cuando le llegó el mensaje de la unión Eilar ya había dejado todas esas fantasías atrás. Cabalgó durante casi una semana para llegar a ciudad Zin. Unos pasos detrás la seguía su escudero. Un chico que había adoptado hacía quince años.

Con cada zancada del caballo, su armadura, de negro y plata hacía un ruido metálico; sobre las ancas del animal y guardada en un saco de arpillera. Hacía varios años que no la usaba más que para eventos especiales. Era pesada y engorrosa, y dependiendo del clima podias asarte ahí dentro.

Lo que si llevaba colgando de la cintura era su espada, esa que imitaba a las leyendas. Era un arma de acero de Golgón, la ciudad natal de las togos. La hoja era delgada y resistente, la guarda representaba un relámpago y la empuñadura, de madera maldita, era negra y larga; tanto como para empuñarla a dos manos. El pomo era una esfera negra, algunos la confundían con ónix por el parecido, pero en realidad era un hueso pulido de guiverno, de las montañas cercanas a su hogar.

Su escudero se acercó a ella y cabalgó a la par sacándola de su ensimismamiento. Eilar se le quedó mirando, esperando a ver que quería decirle pero el chico no se decidía. Abjil tenía apenas unos meses cuando lo encontró en medio de una aldea destruida por las sombras. Nunca supo como había sobrevivido.

Lo adoptó porque cualquier otra cosa significaba la muerte y porque en aquél momento pensaba que debía dejar un legado. Alguien debía seguir con su camino y mantener vivo el código de los caballeros. Ahora sabía que era un sueño roto. Por muy buen caballero que fuera Abjil quién lo sucediera podía no ser suficiente para las espectativas que tenía Eilar. El tiempo solo lograría ensanchar esa diferencia.

Abjil se quedó mirando el horizonte, era una mala costumbre que debería corregir pero siempre se decía a si misma que podía esperar. Ésta vez fue lo mismo.

—Esa es Zin. —Exclamó ella contestando a la pregunta que su discípulo no llegó a formular—. Ahí nos encontraremos con el resto del equipo.

Por encima de los árboles se notaban seis torres de piedra. A cada una la coronaba una aguja plateada, Eilar nunca supo de que material estaban hechas. El resto de la ciudad estaba oculto tras el bosque gracias a un recodo del camino. Abjil asintió con la cabeza, luego miró a su maestra.

—Todos serán del círculo. ¿verdad?

—Sí.

—...

Una vez más el chico se quedó mirando el camino sin decir palabra alguna.

—Por lo que sé. El hechicero también fue convocado.

—¡Ho!

El chico se notó más animado, apenas un poco. La caballero sabía que al chico le gustaba reunir toda la información sobre las personas del círculo, era como un pasatiempo, aunque a veces parecía llegar al punto de la obsesión.

El hechicero, Meikeito si no recordaba mal, era una de esas personas que muy pocos conocen. Su escudero creía que al verlo podría hacerle algunas preguntas, aunque eso era dudoso. Incluso ella misma, que pertenecía al círculo, apenas sabía de aquél hombre su raza y poco más. El tipo era un genio segun los rumores, pero todos lo ahkinei son genios, así que eso no le decía nada.

Un kilómetro más tarde, por fin llegaron a las afueras de la ciudad. La muralla, de piedra caliza para poder canalizar magia en ella, no estaba pensada para soportar armas de asedio. No era necesario. Hacía ya al menos cien años de la última guerra entré razas humanas. Cuando aparecieron las sombras. Pero no era momento de pensar en eso.

Pasaron por la puerta mostrando sus insignias, una mera formalidad, y se dirigieron directo a la posada más famosa de Zin: "El cuervo borracho". Era un establecimiento exclusivo para miembros de la unión.

Eilar dejó que el chico se encargara de los caballos y entró en la taberna. Los parroquianos la miraron pasar. Algunos por encima de sus jarras y otros descaradamente. Ella los ignoró a todos. Llegó a la barra donde el cantinero ya la esperaba. El hombre, con una barriga prominente y barba bien cuidada, puso una jarra frente a ella.

—La primera va por la casa mi lady. —Le dijo con una sonrrisa de complicidad.

Eilar no pudo más que devolverle la sonrrisa. Tomó la jarra y, haciendo un ademan exagerado, se la empino de un trago. Algunos de los mirones exclamaron sorprendidos. Ella soltó un eructo muy poco femenino y puso la jarra de madera sobre la barra con un golpazo. No podía ver a las personas a su alrededor pero la mirada divertida de Crow, el cantinero, le dijo que había logrado su objetivo.




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