Álvaro se encontraba recostado en su pequeña habitación, un espacio reducido que apenas contenía sus sueños y desilusiones. A sus treinta años, aún vivía con sus padres en una modesta casa en las afueras de Molino. Las paredes, con la pintura desvanecida por el tiempo, eran testigos silenciosos de las luchas diarias de una familia que, pese a las dificultades, mantenía su dignidad.
La casa de sus padres, Romel y Vania, era sencilla pero acogedora. La sala, con pocos muebles, siempre estaba impecable. Un viejo sofá de tela descolorida, una mesa de centro de madera con varias cicatrices del tiempo, y una televisión que funcionaba más como adorno que como fuente de entretenimiento. La cocina era el dominio de Vania, una mujer de cincuenta y ocho años que dedicaba sus días a mantener el hogar en orden. En la mesa del comedor, que apenas alcanzaba para tres, se situaban las comidas modestas, pero siempre preparadas con esmero.
Álvaro suspiró, abriendo los ojos. Otro día más. Se sentía atrapado en una rutina monótona: despertarse, mirar al techo, pensar en sus fracasos y volver a dormirse. Llevaba meses sin encontrar trabajo, sus proyectos personales habían fracasado estrepitosamente y sus amigos, todos unos triunfadores, parecían vivir en otro mundo.
"Siempre he sido un fracaso", murmuró para sí mismo. "Todos mis conocidos ya están casados, tienen hijos, casas propias. Y yo... aquí estoy, encerrado en esta habitación, sin un futuro". El cuarto de Álvaro reflejaba su estado interno. Una cama sin cabecera con sábanas desgastadas, un escritorio de madera cubierto de papeles y libros nunca leídos, y las paredes desnudas que parecían cerrar sobre él cada día.
Suspiró profundamente, sintiéndose abrumado por sus pensamientos. "No logro tener éxito en nada", se dijo a sí mismo en voz baja. Se levantó de la cama y se dirigió al baño. Su reflejo en el espejo lo sorprendió. Estaba pálido, ojeroso y demacrado. La barba incipiente, descuidada, le daba un aspecto desaliñado. Se miró con desdén y se preguntó cómo había llegado hasta allí.
Sus padres, Romel y Vania, no ocultaban su preocupación. Romel, un hombre robusto que el tiempo había desgastado, seguía trabajando arduamente a pesar de su edad. Con casi sesenta años, su cuerpo comenzaba a cobrarle las cuentas de una vida de esfuerzo, pero su amor por su familia le daba la fuerza para no rendirse.
Vania, dedicada al hogar, lavaba, planchaba, cocinaba, limpiaba y atendía a su esposo e hijo con una devoción incansable. Aunque su cuerpo también mostraba señales de cansancio, nunca se quejaba, encontrando en su trabajo una forma de amor y cuidado.
Álvaro, sin embargo, se sentía un extraño en su propia casa. Hacía más de seis meses que no conseguía trabajo, y la falta de ocupación lo consumía lentamente. Salía de su cuarto solo para comer, y cada bocado le sabía a derrota. Sus intentos de hallar empleo se habían convertido en una rutina desalentadora, y la desesperanza teñía sus días de un gris constante.
Álvaro se dirigió a la cocina, donde sus padres estaban desayunando. El aroma a café recién hecho y pan tostado lo envolvió.
—Buenos días, hijo —saludó su madre con una sonrisa.
Álvaro respondió con un murmuro y se sirvió un vaso de jugo.
—Álvaro, ¿Cómo amaneciste? —preguntó su padre, observándolo con preocupación.
—Bien, papá —mintió.
—Hoy irás a buscar trabajo, ¿verdad? —insistió su padre.
Álvaro asintió con la cabeza, aunque sabía que era poco probable que encontrara algo.
—No te desanimes, hijo —lo animó su madre—. Seguro que pronto encontrarás algo.
Álvaro se sentó a la mesa y comenzó a desayunar en silencio. Escuchó a sus padres hablar de sus problemas cotidianos, de los gastos que tenían que cubrir y de las dificultades para llegar a fin de mes. Se sintió culpable por no poder ayudarlos.
Después del desayuno, Álvaro regresó a su habitación donde paso todo el día, y al llegar la noche mientras se revolvía en su cama, Álvaro escuchó a sus padres conversando en la sala. Se levantó con esfuerzo y se asomó discretamente por la puerta entreabierta.
—¿Salió Álvaro hoy? —preguntó Romel, su voz cargada de preocupación.
—No, no ha salido —respondió Vania, mientras recogía los platos de la cena.
—¿Qué vamos a hacer con ese muchacho? —Romel dejó caer las palabras con un tono de desconsuelo.
—Tranquilo, amor. Verás que pronto encontrará algo y saldrá adelante —respondió Vania, intentando infundir optimismo en su esposo y en sí misma.
Álvaro cerró la puerta suavemente, sintiendo el peso de las palabras de sus padres en su corazón. Regresó a su cama y se dejó caer sobre el colchón, sintiéndose más insignificante que nunca. La desesperación y la culpa lo envolvían como una manta pesada.
Miró al techo, tratando de encontrar respuestas en las sombras que se movían con la tenue luz de la lámpara. "Mañana será diferente", se dijo a sí mismo con determinación. "Mañana buscaré un trabajo donde gane mucho y sea muy exitoso". Pero dentro de él, una pequeña voz susurraba que había dicho eso muchas veces antes, sin resultados.
El sueño lo eludió por un tiempo, pero finalmente cedió al cansancio. Esa noche, Álvaro soñó con un futuro en el que había encontrado su camino, donde sus padres estaban orgullosos de él, y donde sus fracasos eran solo recuerdos lejanos. Pero al despertar, el peso de la realidad se asentó sobre él una vez más.
A la mañana siguiente, se levantó como era lo habitual. Miró por la ventana y observó la calle. Los niños jugaban, las personas caminaban apresuradas hacia sus trabajos. Todos parecían tener un propósito, una meta. Y él, ¿qué? ¿Cuál era su propósito?
Se dirigió al baño, miró su reflejo y, por primera vez en meses, decidió cortarse el pelo y afeitarse. Quería ver en el espejo a alguien que no estuviera derrotado, alguien que pudiera creer en sí mismo nuevamente. Después de asearse, se vistió y se preparó para salir.