Álvaro despertó con el sonido del despertador resonando en su pequeño cuarto. La tenue luz del amanecer se filtraba por las cortinas, llenando la habitación con un resplandor suave. Se desperezó y, por primera vez en meses, se sintió impulsado a pesar de la mala noche que tuvo, por una renovada determinación que nació de la nada. Hoy saldría nuevamente a buscar trabajo y no volvería a casa sin algo que ofrecer a sus padres.
Después de un rápido desayuno en la mesa del comedor, bajo la mirada esperanzada y sorprendida de Romel y Vania, salió de la casa con el corazón lleno de expectativas. Sus padres no le dijeron nada, pero en sus ojos vio el brillo de la esperanza. Caminó por las calles de Acayucan, observando los rostros de la gente que comenzaba su día. El calor del sol apenas se sentía, y el aire fresco de la mañana lo llenaba de energía.
Recorrió las calles por más de cinco horas, deteniéndose en cada tienda, taller y oficina que encontraba en su camino. Se acercó a una ferretería y habló con el dueño, un hombre mayor de aspecto severo.
—Buenos días, ¿tienen alguna vacante? —preguntó Álvaro, tratando de sonar seguro.
—Lo siento, joven. No estamos contratando en este momento —respondió el hombre, sin apartar la vista de su trabajo.
Desanimado, pero no derrotado, Álvaro continuó su búsqueda. En una tienda de ropa, una mujer con expresión distraída lo rechazó rápidamente.
—¿Están contratando? —preguntó con un hilo de esperanza en su voz.
—No, lo siento. No necesitamos personal por ahora —dijo la mujer, antes de volverse hacia otro cliente.
La búsqueda continuó en una panadería, donde el aroma del pan recién horneado le dio un breve consuelo.
—Hola, ¿tienen alguna vacante disponible? —preguntó, esperando una respuesta positiva.
—No, chico. Estamos completos —dijo el panadero, sin mirarlo a los ojos.
Álvaro sintió cómo el desánimo comenzaba a pesar en su ánimo. Cada rechazo era un golpe a su confianza, pero se obligó a seguir adelante. Después de más de muchas horas de caminar bajo el sol, sus pies comenzaban a doler y la esperanza se desvanecía. Decidió hacer una última parada antes de regresar a casa. Al girar una esquina, vio un pequeño restaurante con un cartel en la puerta que decía: "Se solicita barista".
Álvaro no sabía qué era un barista, pero no tenía nada que perder. Entró al restaurante, donde el aroma del café molido lo envolvió. Detrás del mostrador, un hombre de mediana edad con una sonrisa afable lo miró con curiosidad.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarte? —preguntó el hombre, cuya placa de identificación decía "Joaquín".
—Hola, vengo por el empleo de barista —dijo Álvaro, con el corazón latiéndole con fuerza.
Joaquín, el dueño del restaurante, parecía amable y accesible. Sin embargo, algo en su mirada revelaba una frialdad subyacente, una preocupación constante por los números y la eficiencia.
—¿Tienes experiencia en el oficio? —preguntó Joaquín, mientras evaluaba a Álvaro con una mirada crítica.
—No, pero puedo aprender rápido —respondió Álvaro, con una sinceridad que Joaquín pareció apreciar.
Joaquín asintió lentamente, como si evaluara mentalmente las posibilidades.
— El hombre lo observó por un momento. —Bueno, te daré una oportunidad. Pero ten en cuenta que será una semana de prueba y sin sueldo. Los horarios son de siete de la mañana a once de la noche, con un día de descanso a la semana. ¿Estás dispuesto?.
Álvaro sintió una mezcla de alivio y cansancio. Las condiciones eran duras, pero finalmente había encontrado un trabajo. Asintió con entusiasmo.
—Sí, está bien. Muchas gracias.
Con un breve intercambio de palabras, Álvaro aseguró su primer empleo después de meses de no salir ni hacer nada en casa, más que contemplar las paredes de su cuarto. Salió del restaurante con una sonrisa que no pudo contener. Caminó de regreso a casa, sintiéndose liviano, como si un peso invisible se hubiera levantado de sus hombros.
Cuando llegó a casa, sus padres lo esperaban en la sala. Romel, con su rostro severo pero lleno de amor, miró a su hijo con una mezcla de curiosidad y esperanza.
—¿Dónde trabajas ahora? —preguntó Romel, con el tono de quien desea oír buenas noticias.
—En un restaurante del centro. Seré barista —respondió Álvaro, sin dar muchos detalles sobre las duras condiciones.
Vania, con su voz suave y llena de cariño, añadió:
—Me alegra mucho verte así, hijo. Espero que te vaya muy bien.
Aunque sus padres no mencionaron sus preocupaciones, Álvaro pudo ver la duda en sus ojos. Sabían que las condiciones laborales podían ser duras y no querían que su hijo fuera explotado, pero estaban felices de verlo salir de su letargo.
Esa noche, Álvaro se acostó temprano, decidido a dar lo mejor de sí en su nuevo empleo. Mientras se recostaba en su cama, pensó en los rostros de sus padres y en el esfuerzo que hacían cada día por mantener la casa. Se prometió a sí mismo que no los decepcionaría.
Su mente maquinaba una serie de posibilidades en su nuevo trabajo, se hacía muchas preguntas, que solo se contestarían cuando empezara a trabajar. ¿seré capaz de poder trabajar en algo que nunca he hecho?, ¿si no le caigo bien a los compañeros de trabajo? ¿Si no gano lo suficiente para ayudar a mis padres? ¿Estoy destinado a trabajar como barista en toda mi vida?
Álvaro también tenía miedos de un ego y un amor propio extraviados por sus etapas de vida, sentía que se burlaría la gente al mirarlo trabajando en un lugar así. También tenía mucho tiempo sin salir y la gente ya no lo había visto. Una realidad era que la gente ni sabía quién era, les era indiferente. Pero la mente de Álvaro pensaba que todos lo juzgarían por lo que hiciera
El sueño venció a Álvaro, quien callo profundamente dormido, con dudas, miedos, alegrías, y un conjunto de emociones mezcladas que anhelaban que amaneciera pronto para revelar que sería de el en este nuevo comienzo.