Álvaro se despertó, con el fuerte y algo desagradable sonido de su alarma, a las cinco de la mañana. Se desperezó lentamente, sintiendo una mezcla de nervios y emoción en su pecho. Hoy era el gran día; su primer día de trabajo después de meses de búsqueda infructuosa. Quería ser puntual, demostrar que era alguien en quien se podía confiar, así que se levantó de un salto y se dirigió al baño.
Encendió la ducha y dejó que el agua caliente lo envolviera. Mientras se bañaba, no pudo evitar cantar una vieja canción que solía escuchar de niño. La melodía, aunque simple, le llenó de energía y optimismo. Después de unos minutos, se salió de la ducha y se secó rápidamente. Miró su reflejo en el espejo, viendo un hombre más decidido y esperanzado que el que había visto en mucho tiempo.
Se vistió con la mejor ropa que tenía, una camisa azul clara con algunos orificios que no se notaban a la vista y que su madre había planchado meticulosamente la noche anterior, además de unos pantalones negros que, aunque algo gastados, aún conservaban cierta dignidad. Se puso los zapatos, y sintiendo que cada paso lo acercaba a un nuevo comienzo.
Llego donde se encontraba su madre, Vania, quien lo esperaba en la cocina con el desayuno listo.
—Buenos días, hijo. ¿Estás listo para tu primer día? —preguntó ella con una sonrisa que intentaba disimular su preocupación.
—Sí, mamá. Estoy listo. Gracias por plancharme la camisa —respondió Álvaro, sentándose a la mesa.
Mientras desayunaba, Vania le recordó lo orgullosa que estaba de él y le dio un último abrazo antes de que saliera de casa. Romel, su padre, ya había salido a trabajar, pero había dejado unas palabras de aliento que Vania le transmitió.
-Tu padre me dijo que dijera: "Persiguiendo sueños, aunque se desvanezcan, siempre encontramos un tesoro: nosotros mismos." – dijo Vania mientras abrazaba a un Álvaro conmovido.
Con el corazón lleno de esperanza y una bolsa de almuerzo en la mano, Álvaro salió de casa y caminó por las calles aún somnolientas de Molino. El aire fresco de la mañana le despejaba la mente y le recordaba que cada día era una nueva oportunidad.
Al llegar al restaurante, Joaquín ya estaba ahí, esperándolo con una sonrisa afable.
—Bienvenido a tu nuevo trabajo, Álvaro. Esperemos que aguantes el ritmo —dijo Joaquín, dándole una palmadita en la espalda.
Álvaro sintió una mezcla de nervios y emoción. Estaba decidido a dar lo mejor de sí. Joaquín lo llevó hasta la barra, donde le presentó a Emilio, un joven de veintidós años que se veía seguro de sí mismo.
—Emilio, este es Álvaro. Él estará trabajando con nosotros. Enséñale lo que necesita saber —dijo Joaquín, antes de desaparecer entre las mesas del restaurante.
Emilio miró a Álvaro con una mezcla de desdén y superioridad.
—Aquí se viene a trabajar, ¿entendido? No estamos para perder el tiempo —dijo Emilio, cruzando los brazos con arrogancia.
Emilio acababa de regresar de unas vacaciones fuera del país y se notaba su aire de superioridad. Se creía el dueño del lugar cuando Joaquín no estaba y trataba a todos con desdén. Aunque los empleados parecían tenerle miedo en su presencia, a sus espaldas no lo soportaban.
—Mira, empezarás haciendo los jugos. Saca las frutas de ahí y empieza a cortarlas. Te enseñaré una vez cómo se hace y debes aprender rápido —dijo Emilio con tono autoritario.
Álvaro se dirigió a la cocina, sacó las frutas y empezó a cortarlas, tratando de recordar cada instrucción de Emilio. Se equivocó varias veces, pero seguía intentándolo con determinación. Pasó gran parte del día preparando jugos y bebidas para los clientes, siempre bajo la atenta y crítica mirada de Emilio.
—Limpia la barra. —ordenó Emilio— Carga la mercancía y acomódala.
Emilio si le enseñaba cómo hacer las cosas, pero siempre con un aire de superioridad y ego que lo hacía difícil de soportar. Se la pasaba hablando de sí mismo y de por qué él era quien estaba a cargo. Aunque el día fue sufrido, Álvaro hizo todo lo posible por encajar y tener éxito.
Durante los momentos de calma, cuando no había clientes, algunos meseros se acercaban a Álvaro.
—Oye, nosotros comenzamos igual que tú —dijo uno de los meseros—. Ahora ganamos el doble como meseros, más las propinas que ayudan mucho. Si sigues así, en unos seis meses podrías ser mesero también.
Álvaro sintió una chispa de esperanza y se fijó su primera meta en años: llegar a ser mesero en seis meses para poder costearse sus propios gastos. Los meseros, aunque no demostraban que Álvaro les cayera bien, lo ayudaban cuando tenía dudas. Álvaro los consideró como buenas personas.
Ese día, Álvaro echó a perder tres capuchinos por no saber prepararlos, pero entendió que era parte de su capacitación. Le comentaron que, a partir de ese momento, cada error se lo descontarían. Preparó muchos jugos y estuvo de pie durante largas horas, lo que comenzó a fatigarle.
Recordó un artículo que había leído en el periódico sobre la "ley silla", que obligaría a los patrones a proporcionar sillas a los empleados para que pudieran sentarse en ciertos momentos. Antes de este trabajo, Álvaro pensaba que esa era una ley tonta, pero ahora entendía su importancia. Cuando tuvo un momento, le preguntó a Joaquín sobre la ley.
—¿Qué piensas de la ley silla, Joaquín? —preguntó Álvaro con curiosidad.
—Es una tontería. El gobierno no halla en qué molestar a los empresarios. ¿Cómo les pondré una silla a los trabajadores si tienen que estar haciendo muchas cosas de pie? Solo fomentaría la flojera —respondió Joaquín con desdén.
Álvaro empezó a darse cuenta de que Joaquín no le importaba mucho el bienestar de sus empleados, pero aún estaba agradecido por el trabajo, así que siguió trabajando con empeño.
A medida que avanzaba el día, Álvaro continuó acomodando cosas, preparando cafés, jugos y toda clase de bebidas hasta que el reloj marcó las siete de la noche. Aunque su turno debía terminar a esa hora, todavía tenía que limpiar el restaurante y cerrar la cuenta del día. Una hora después, finalmente pudo irse a casa.