Álvaro despertó al sonido familiar de su alarma. El mismo zumbido insistente que lo sacaba de su ensoñación, pero que también lo empujaba a otro día más de lucha. A pesar del cansancio acumulado, se levantó lentamente, como si cada paso hacia el baño fuera un acto de voluntad. Se miró al espejo mientras se lavaba el rostro; el agua fría despertó sus sentidos, pero no apagó las dudas que lo asaltaban cada noche.
Desayunó en silencio. Vania, como siempre, le sirvió su café con tostadas. No dijo mucho, pero le dedicó una mirada de apoyo que era más poderosa que cualquier palabra. Romel ya había salido al trabajo, y el sol comenzaba a teñir de dorado las calles de Molino. Álvaro tomó su mochila y salió de casa.
Mientras caminaba hacia el restaurante, sintió el aire fresco de la mañana y escuchó el lejano bullicio de la ciudad que comenzaba a despertar. Al doblar una esquina, vio a un hombre de avanzada edad sentado en la acera. Era delgado, con una barba blanca que parecía no haber sido recortada en meses. Su ropa, aunque limpia, estaba gastada, y sostenía un bastón que parecía más un compañero que una herramienta.
El anciano no hacía nada más que observar el ir y venir de la gente. Había una tranquilidad en su rostro, una especie de paz que parecía ajena al caos del mundo que lo rodeaba. Sin embargo, también había soledad, una que nadie se atrevía a interrumpir. Las personas pasaban de largo, ignorándolo como si fuera parte del mobiliario urbano. Álvaro lo observó de lejos por un momento, intrigado, pero continuó su camino. Llegar tarde no era una opción.
Al entrar al restaurante, Emilio ya lo esperaba en la barra. Revisaba un reloj en su muñeca con exagerada teatralidad.
—Mira nada más quién decidió llegar cinco minutos tarde —dijo con tono cortante—. Álvaro, te advierto algo: si así planeas seguir ahora que tienes el puesto, mejor vete olvidando de trabajar aquí. Aquí no hay espacio para gente floja.
Álvaro apretó los labios. Sabía que cualquier excusa solo empeoraría las cosas. Asintió y murmuró:
—No volverá a pasar.
Emilio lo miró con desdén, cruzando los brazos.
—Eso espero. Porque, para lo que haces, debería darte las gracias por siquiera dejarte venir.
Álvaro tragó saliva, pero no respondió. Se dirigió a sus tareas diarias mientras Emilio continuaba con sus observaciones ácidas. Durante el resto del día, Emilio encontró formas de hacer más difícil el trabajo de Álvaro. Le pidió que limpiara toda la barra varias veces, reorganizara las provisiones en el almacén —aunque no era necesario— y se asegurara de lavar cada rincón de la cocina.
—Si vas a trabajar aquí, al menos hazlo bien. No quiero que me salgas con que te cansaste —le decía Emilio, siempre con un tono de burla.
Los meseros, en sus momentos de descanso, trataron de animarlo.
—Emilio puede ser un perfeccionista insoportable, pero no es mal tipo —comentó uno de ellos—. Es su primer trabajo con poder, ya sabes, y a veces se le sube a la cabeza.
Álvaro agradecía los intentos de apoyo, pero sabía que Emilio no lo quería allí. Cada orden, cada crítica, parecía diseñada para cansarlo y obligarlo a renunciar.
Una tarde, cuando no había clientes en el restaurante, Álvaro reunió el valor para hablar con Joaquín. Lo encontró en su oficina, revisando números en una vieja computadora.
—¿Joaquín, tiene un momento? —preguntó tímidamente.
—Claro, Álvaro. ¿Qué necesitas? —respondió Joaquín con su acostumbrada sonrisa amigable.
Álvaro se sentó frente a él, inseguro de cómo formular su pregunta.
—Es solo que... yo... no estoy seguro de cuál es mi propósito en la vida. Usted parece ser alguien exitoso, alguien que ha encontrado su camino. ¿Cómo lo logró? ¿Cómo puedo yo encontrar el mío?
Joaquín lo miró por un momento, como si la pregunta lo hubiera tomado por sorpresa. Luego soltó una risa breve y seca.
—Álvaro, esas son tonterías. Yo no sé de "propósitos" ni de esas cosas. Mira, cuando terminé la escuela, mis padres me dieron un trabajo con mis tíos, que eran ricos. De ahí saqué el dinero para abrir este restaurante. Nunca tuve que preocuparme por dinero, porque siempre lo tuve. Así que, ¿mi consejo? Si naciste pobre, probablemente seguirás pobre. Es así de simple.
Álvaro sintió que algo se rompía dentro de él. Las palabras de Joaquín eran frías, desprovistas de esperanza.
—Entonces, ¿usted cree que no hay forma de cambiar eso? —preguntó, casi sin aliento.
Joaquín se encogió de hombros.
—No sé, Álvaro. Yo nunca tuve que intentarlo. Solo sé que necesito que este negocio funcione porque tengo muchos gastos. Así que, si quieres un consejo, sigue trabajando. Porque de pláticas como esta no se come.
El impacto de esas palabras dejó a Álvaro sin respuesta. Salió de la oficina sintiéndose más perdido que nunca. Joaquín, quien para muchos era un modelo de éxito, acababa de confirmar uno de sus mayores miedos: que su destino estaba sellado.
La relación con Emilio siguió deteriorándose. Cada día encontraba nuevas formas de criticar a Álvaro, incluso por pequeños errores.
—Llegaste cinco minutos tarde otra vez, Álvaro. No entiendo cómo alguien puede ser tan irresponsable —dijo un día, mientras Álvaro apilaba vasos en la barra.
—¿Y esos capuchinos? Si sigues así, tendrás que pagar por cada cliente que se queje —añadió en otra ocasión.
Además, Emilio extendía las jornadas de Álvaro, pidiéndole que limpiara o arreglara algo justo cuando su turno terminaba. Álvaro no protestaba, pero el agotamiento comenzaba a pasarle factura.
Los meseros trataban de consolarlo.
—Mira, Emilio no es el peor. Solo está probándote. Aguanta un poco más y verás que todo mejorará.
Pero Álvaro no estaba seguro de cuánto más podría soportar.
El fin de semana llegó con una tormenta que azotó toda la ciudad de Molino. La lluvia era intensa, y las calles estaban prácticamente intransitables. Álvaro, decidido a no fallar, se cubrió con una vieja capa y salió bajo el aguacero. Llegó al restaurante empapado, con diez minutos de retraso.