Álvaro caminaba lentamente bajo la lluvia, con el cuerpo empapado y el alma rota. Las gotas caían con fuerza, mezclándose con las lágrimas que se escapaban de sus ojos sin que pudiera evitarlo. Sentía que el agua borraba su identidad, como si cada paso lo hiciera más insignificante. Su mayor temor no era enfrentar el aguacero, sino el momento en que tendría que regresar a casa y admitir su fracaso. Sabía que sus padres necesitaban el dinero que habría ganado esa semana, pero ahora estaba vacío, sin empleo y cargando la pesada culpa de haberles fallado.
Mientras sus pensamientos lo consumían, escuchó una voz familiar llamándolo. Volteó y vio a Joaquín parado bajo el umbral del restaurante.
—¡Álvaro! —gritó Joaquín, haciéndole señas con la mano para que se acercara.
Por un instante, la esperanza asomó en el corazón de Álvaro. Tal vez Joaquín le daría otra oportunidad, tal vez todo esto había sido una prueba. Se apresuró hacia el restaurante, empapado y temblando, con el alma colgando de un hilo.
Joaquín lo miró con esa expresión que siempre llevaba, mezcla de cortesía y desapego. Extendió un billete hacia él.
—Aquí está tu paga por los días que trabajaste. Yo no soy una mala persona —dijo con una mezcla de impaciencia y molestia, antes de cerrar la puerta sin darle tiempo a responder.
Álvaro se quedó de pie bajo la lluvia, con el billete en la mano y el peso de la derrota aplastándolo. Su mente bullía con preguntas: ¿era esa la justicia que Joaquín predicaba?, ¿realmente había hecho algo mal? Las lágrimas seguían fluyendo, disfrazadas entre la lluvia. Sin rumbo y con el corazón acelerado, se dejó caer en un banco de madera bajo un árbol que apenas lo cubría del aguacero. Enterró su rostro entre las manos y dejó que el llanto lo invadiera.
Cuando levantó la vista, no estaba solo. A su lado, sentado con una serenidad desconcertante, estaba aquel anciano que había visto días atrás, en la misma esquina, en la misma pose de calma absoluta. Su ropa estaba ligeramente húmeda, pero no parecía importarle. Sostenía su bastón con una mano y miraba al frente, como si la lluvia fuera solo un detalle más del paisaje.
Álvaro lo observó por un instante antes de hablar.
—Disculpe, no quería molestarlo. Pensé que estaba solo en este sitio.
El anciano, sin girar del todo la cabeza, dejó escapar una ligera sonrisa que no hizo ruido pero sí mostró algo que Álvaro no comprendió del todo.
—Por eso me gusta tanto este lugar —respondió el anciano.
—Me llamo Álvaro, soy hijo de Romel y Vania —se presentó, tratando de romper el silencio.
—Casi todos me llaman Kynikos —respondió el anciano con voz tranquila, apenas perceptible entre el sonido de la lluvia.
—Un gusto, señor Kynikos.
El anciano asintió levemente. Álvaro, cargado de emociones encontradas, no pudo contenerse.
—Oiga, Kynikos, ¿a qué se dedica? —preguntó con cierto nerviosismo, buscando algún tipo de guía en la calma del hombre.
El anciano lo miró por primera vez, con unos ojos claros que parecían ver más allá de lo visible.
—Me dedico a vivir, joven Álvaro.
Álvaro soltó una carcajada amarga.
—Ja. Me gustaría dedicarme a vivir, pero ni siquiera puedo mantener un trabajo. Me acaban de correr. Y no estoy joven, ya tengo treinta años. No he hecho nada con mi vida, no tengo nada propio. Nada me sale bien. No sirvo para nada, ni siquiera sé qué rayos hago en esta vida.
Cada palabra que pronunciaba estaba cargada de frustración, como si su dolor se derramara en cada sílaba. Kynikos lo miraba con paciencia, sin interrumpir, como si esperara que Álvaro terminara de vaciarse.
—Perdón, señor Kynikos —dijo Álvaro después de un largo silencio, más calmado—. No ha sido mi mejor día, ni mi mejor semana, ni mi mejor año, ni mi mejor vida. Pero no tengo por qué contarle esto a alguien que apenas conozco. Cada quien tiene sus propios problemas.
Kynikos se levantó con calma, apoyándose en su bastón. Miró hacia el cielo, donde la lluvia comenzaba a disminuir, y luego hacia Álvaro. Dio unos pasos, pero antes de alejarse, volteó y le dijo con voz profunda y pausada:
—La finalidad de la vida es un lienzo en blanco donde cada alma pinta su felicidad, y en los matices de sus alegrías se revela el sentido de su existencia.
Sin decir más, el anciano continuó su camino, desapareciendo entre las sombras de la lluvia. Álvaro se quedó inmóvil, procesando esas palabras. Había algo en ellas que resonaba en su interior, pero no sabía exactamente qué.
Regreso a casa
El camino a casa fue lento y lleno de dudas. Álvaro temía enfrentar a su madre y tener que contarle que había perdido el trabajo. Pero no tenía otra opción. Al llegar, Vania lo recibió con sorpresa.
—¿Y ahora, Álvaro? ¿Qué te pasó? Estás todo empapado, ¿estás bien? —preguntó preocupada.
Con voz apagada, Álvaro respondió:
—Llegué tarde, y me dijeron que me quedara a dormir.
Vania suspiró, entendiendo el significado detrás de esas palabras. Su rostro se ensombreció, pero trató de mantenerse tranquila.
—Mira, báñate para que no te haga daño la lluvia. Tranquilo, hijo. No pasa nada.
Álvaro asintió y se dirigió al baño. El agua caliente de la ducha cubrió su cuerpo, pero no logró calmar su mente. Mientras el vapor llenaba el pequeño espacio, las palabras de Kynikos volvían a él una y otra vez.
"La finalidad de la vida es un lienzo en blanco donde cada alma pinta su felicidad, y en los matices de sus alegrías se revela el sentido de su existencia."
¿Qué significaba eso? ¿Por qué se refería a un lienzo? Álvaro reflexionaba en voz baja mientras el agua corría por su piel.
—¿Pintar mi felicidad? ¿Qué felicidad? No la conozco desde hace años. Mis días son grises, vacíos. No tengo nada que pintar, no tengo colores. ¿Qué sentido puede tener mi existencia si nunca he tenido un momento de verdadera alegría?
Su mente regresó a las palabras de Joaquín. "El pobre seguirá siendo pobre, y el rico está destinado a ser rico." ¿Acaso el destino estaba escrito de antemano? ¿Y si Joaquín tenía razón? ¿Y si Kynikos solo era un viejo loco que decía cosas sin sentido?