El fracaso de Álvaro

Capítulo 7: Ecos del Silencio

Álvaro permanecía recostado en su cama, inmóvil, con la mirada perdida en el techo desgastado de su cuarto. Las palabras de Kynikos y la frustración por lo sucedido con Joaquín seguían rondando en su cabeza como un eco persistente. Intentaba encontrarle sentido al enigma del "lienzo en blanco", pero su mente volvía una y otra vez al hecho más inmediato: había perdido el trabajo.

"Es injusto", pensó con amargura. "¿Cómo pudieron correrme por llegar tarde un par de veces, después de todo lo que hice? Me quedé más tiempo cada día, limpié hasta el último rincón. Pero, claro, a ellos no les importa. Yo soy reemplazable."

Se giró hacia la almohada y hundió el rostro en ella, tratando de ahogar su ira. Sin embargo, la frustración no se disipaba, y comenzó a cuestionarse.

"Bueno, Emilio siempre estaba antes que yo. Incluso con su actitud, nunca llegaba tarde. Los demás tampoco. ¿Será que ellos entienden algo que yo no? Tal vez es lo que mi padre siempre dice: hay que ser responsable y educado en todo lo que uno haga. Pero, ¿de qué sirve ser responsable si igual terminas atrapado en un trabajo sin futuro?"

El pensamiento lo dejó en silencio, mientras recordaba las palabras de los meseros. "Ellos tienen un propósito", se dijo. "Ganar más para mantener a sus familias. Eso es lo que los motiva, lo que los hace soportar a alguien como Emilio. Y yo... yo no tengo nada. No tengo metas, no tengo razones para esforzarme. Quizá, después de todo, Joaquín tenía razón: soy un flojo, y los flojos no tienen cabida en este mundo."

La semana del silencio

Los días pasaron, y Álvaro no salió de su cuarto. Apenas comía lo necesario para no desmayarse, y su única conexión con el mundo exterior era el viejo celular que le había regalado un amigo años atrás. En él, navegaba sin rumbo, viendo publicaciones de gente triunfando: promociones, viajes, familias felices. Todo eso lo hacía sentirse más pequeño.

"Soy una decepción para mis padres", pensaba mientras se acurrucaba en su cama. "Ellos esperaban que los ayudara cuando terminé la escuela, pero aquí estoy. Mi padre, con su edad, trabajando bajo el sol y la lluvia, y mi madre, cargando conmigo como si todavía fuera un niño. Solo soy una carga."

Las paredes de su cuarto, que siempre habían sido su refugio, ahora se sentían como una prisión. El desorden reflejaba su estado mental: ropa tirada por el suelo, platos acumulados en la esquina, y un olor a encierro que se hacía cada vez más evidente.

Sus padres notaron su cambio. Romel y Vania se miraban con preocupación, pero no sabían cómo acercarse. "¿Qué podemos decirle?", se preguntaba Romel. "Ya tiene treinta años. A esta edad debería ser independiente, pero sigue aquí, perdido."

Una noche, después de varios días de silencio, Romel decidió entrar al cuarto de Álvaro. Tocó la puerta suavemente.

—¿Se puede? —preguntó con voz calmada.

Desde adentro, Álvaro respondió:

—Pase.

Romel abrió la puerta y se encontró con el caos. El cuarto estaba oscuro, desordenado, y el aroma del encierro era inconfundible. Álvaro estaba acostado en su cama, cubierto con una manta, su rostro pálido y su cabello enmarañado. Romel se sentó en el borde de la cama, mirando a su hijo con ternura y preocupación.

—¿Todo bien? —preguntó, rompiendo el silencio.

Álvaro asintió sin mirarlo.

—Sí, papá.

Romel suspiró, sabiendo que esa no era la verdad.

—Mira, hijo, no sé cómo empezar esto. Pero... quiero que sepas que tu madre y yo estamos preocupados por ti. No sabemos qué hacer para ayudarte. Te amamos, Álvaro. Siempre te hemos amado, pero no somos perfectos. Hemos cometido errores en tu educación, y tal vez tú estás pagando por ellos.

Álvaro permaneció en silencio, sintiendo un nudo en la garganta.

—Cuando naciste —continuó Romel—, no teníamos un manual para saber cómo ser padres. Nuestra única herramienta era el amor. Y créeme, hijo, te amamos como no tienes idea. Lamentamos no haberte dado la infancia que hubieras querido. Nuestra economía nunca nos lo permitió. Siempre hemos hecho lo mejor que podíamos con lo que teníamos, y aunque no ha sido suficiente, lo hemos intentado.

Romel hizo una pausa, observando a su hijo. Álvaro seguía sin mirarlo, pero su respiración era más pesada, como si estuviera conteniendo las lágrimas.

—Me gustaría darte más, Álvaro. Quisiera tener dinero suficiente para que no tuvieras que preocuparte por nada. Pero no puedo. Apenas nos alcanza para mantener este humilde techo y la poca comida que ponemos en la mesa. Lo que te damos, te lo damos con amor. Pero nos duele verte así, hijo. Si hay algo que podamos hacer por ti, dínoslo. Siempre estaremos aquí para apoyarte, hasta que la vida nos lo permita.

Las palabras de Romel eran sinceras, cargadas de amor y culpa. Álvaro quería responder, quería decirle a su padre que no quería ser una carga, que había intentado todo lo que podía, pero no encontraba su lugar en el mundo. Sin embargo, las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. Solo pudo susurrar:

—Lo sé, papá. Muchas gracias.

Romel asintió lentamente, entendiendo que su hijo necesitaba tiempo. Se levantó de la cama y, antes de salir del cuarto, se detuvo en la puerta.




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