El fracaso de Álvaro

Capítulo 8: Una carta de padre a hijo

Romel cerró la puerta del cuarto de Álvaro con cuidado, tratando de no hacer ruido. El aire dentro de la humilde vivienda era pesado, cargado de preocupación y tristeza. Caminó hacia la pequeña sala y se sentó en el viejo sofá que había soportado los años junto a ellos. Sus manos callosas descansaban sobre sus rodillas mientras su mirada se perdía en la nada.

Esa noche, el sueño lo eludió. Miró a través de la ventana y observó las luces débiles de las casas vecinas. El leve sonido de una televisión al fondo y el crujir de la madera de la casa eran los únicos ruidos que lo acompañaban. No podía evitar pensar en Álvaro y su estado. Su hijo, el niño que alguna vez soñó con conquistar el mundo, ahora estaba atrapado en una espiral de autodesprecio. Romel se sentía impotente.

Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en sus rodillas y dejando caer la cabeza entre sus manos. En silencio, preguntó al universo: ¿Qué más puedo hacer? ¿Dónde me equivoqué? Romel era un hombre sencillo, acostumbrado a resolver los problemas con esfuerzo físico y dedicación, pero esto... esto era distinto. El dolor de ver a su hijo sufrir le cortaba como un cuchillo.

Mientras las horas pasaban, Romel recordó algo que lo hizo esbozar una pequeña sonrisa. Cuando Álvaro era niño y se enojaba con ellos, tenía la costumbre de escribir sus sentimientos en pequeñas notas que dejaba sobre la cama. No hablaba, no hacía berrinches. Solo escribía. "Papá, mamá, estoy enojado porque no me dejaron ver caricaturas." O, "Estoy triste porque no pude ir al parque." Esos pequeños trozos de papel eran su forma de comunicarse cuando las palabras no le salían.

La imagen de su pequeño Álvaro, con el ceño fruncido y una hoja en la mano, tocó una fibra profunda en Romel. Quizá, pensó, ese mismo método podría funcionar ahora. Quizá, si no podía llegar a Álvaro con palabras habladas, podía intentarlo con las escritas.

Romel se levantó del sofá con cuidado para no despertar a Vania, que dormía en el cuarto contiguo. Caminó hasta una pequeña mesa y tomó un cuaderno viejo que usaban para anotar los gastos de la casa. Arrancó una hoja, se sentó con un bolígrafo en mano y, con una mezcla de nerviosismo y esperanza, comenzó a escribir.

Amado hijo,

No sé qué pase por tu cabeza, pero te amamos. Eres el mayor regalo que la vida nos ha dado, y quiero que lo recuerdes siempre. Quizá no duremos mucho tiempo en este mundo, pero mientras estemos aquí, cada día será una muestra de nuestro amor por ti. Siempre estaremos para apoyarte.

Y si algún día faltamos, quiero que tengas estos consejos de tu padre, porque me hubiera gustado recibirlos del mío.

Primero, quiero que sepas que la vida no se detiene por nadie. Aunque parezca que somos importantes para el mundo, solo quienes te aman notarán tu ausencia si un día partes. Por eso, hijo, cada día levántate y sigue adelante, sin importar las circunstancias.

Cuida de ti mismo, porque si algo te pasa, y nosotros ya no estamos, el mundo continuará. Puede sonar fuerte, pero es la realidad. Y si no te esfuerzas por la vida que deseas, acabarás trabajando para lograr los sueños de alguien más.

No te lamentes por el pasado. No sé si eso es lo que te llevó a este punto, pero aprende de él y avanza. El pasado no puede cambiarse, pero el futuro está en tus manos.

No tengas miedo al qué dirán. Nadie está tan pendiente de ti como piensas. Enfócate en mejorar cada día.

Sobre lo que mencionaste de ese señor, no tomes consejos de alguien que no vive lo que tú sueñas. Pero, hijo, también aprende a dominar tus emociones. Una mente en calma puede enfrentar cualquier reto.

Sal a conocer gente nueva. No importa si no ganas dinero ese día. Habla con otros, escucha sus historias y comparte las tuyas. Si encuentras a alguien más capaz que tú, no lo envidies. Aprende de esa persona y colabora.

Te amamos, hijo. Nos duele verte así, pero queremos que sepas que siempre estaremos aquí para ti. No somos personas exitosas ni sabemos cuál es el secreto de la vida. Pero hemos aprendido que la paz se encuentra cuando uno se concentra en su propio camino y deja de preocuparse por lo que hacen los demás.

Con amor,

Tus padres

Romel terminó de escribir y dejó el bolígrafo sobre la mesa. Se quedó mirando la hoja por unos minutos, repasando cada palabra. Luego, la dobló con cuidado y se levantó. Con pasos sigilosos, caminó hacia el cuarto de Álvaro.

Abrió la puerta lentamente, permitiendo que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Álvaro estaba acostado, aparentemente dormido, con la misma postura en la que lo había dejado. Romel avanzó con cuidado, intentando no hacer ruido. Colocó la carta en un lugar visible, cerca del borde de la cama, donde sabía que Álvaro la vería al despertar.

Se quedó unos segundos mirando a su hijo. Su corazón se encogió al verlo así, tan distinto al niño lleno de vida que una vez conoció. Con un suspiro, salió del cuarto y cerró la puerta con suavidad.

Regresó al sofá, pero el cansancio acumulado lo venció. No alcanzó a llegar a su cama; se quedó dormido ahí mismo, con la esperanza de que esa carta pudiera alcanzar a Álvaro de una forma que él no había logrado.

Mientras en el cuarto, en realidad, Álvaro no estaba dormido. Había escuchado los pasos de su padre acercándose y se había hecho el dormido. Cuando sintió que Romel se alejaba, abrió los ojos y vio el papel doblado sobre la cama.




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