La semana transcurrió lenta, envuelta en un silencio que llenaba cada rincón del hogar. Álvaro seguía encerrado en su cuarto, alternando entre mirar el techo y releer la carta de su padre. Aunque las palabras escritas eran una muestra palpable del amor incondicional de Romel, no fueron suficientes para renovarlo de inmediato. Álvaro se sentía como un lienzo en blanco que no encontraba los colores para comenzar a pintarse.
Sin embargo, algo dentro de él comenzó a gestarse, un deseo pequeño, casi imperceptible, de salir de la monotonía. No sabía qué iba a hacer ni cómo empezar, pero entendía que quedarse en esa habitación no lo llevaría a ningún lugar. Una mañana, sin decir nada, Álvaro se levantó de su cama. La habitación estaba en penumbras, y el desorden parecía reflejar el caos interno que había sentido durante tanto tiempo. Respiró profundo, se dirigió al baño y se dio una ducha. El agua fría le recorrió la piel como una bofetada de realidad. Se afeitó con calma, se puso ropa limpia, y salió al pequeño comedor donde sus padres desayunaban en silencio.
Cuando Romel y Vania lo vieron, sus rostros se llenaron de asombro. Romel dejó su taza de café sobre la mesa y levantó la vista hacia su hijo.
—¿Vas a salir, Álvaro? —preguntó con cautela, como si temiera romper el frágil momento.
—Sí, papá —respondió Álvaro simplemente mientras se ponía los zapatos.
—¿A dónde vas? —intervino Vania, con un toque de preocupación en la voz.
Álvaro se encogió de hombros.
—Solo voy a caminar un poco.
Antes de que pudieran hacer más preguntas, Álvaro salió por la puerta, dejando a sus padres con una mezcla de alivio y misterio.
Álvaro caminaba sin rumbo por las calles de Molino. El aire fresco de la mañana era una bienvenida diferente al encierro opresivo de su habitación. No tenía un plan, ni una meta clara. Solo necesitaba moverse, observar y sentir que, de alguna manera, seguía siendo parte del mundo.
Molino no era una ciudad grande. Su centro era compacto, con calles empedradas que parecían llevar décadas sin reparaciones, y una plaza principal donde la gente solía reunirse. A un costado de la plaza se alzaba la iglesia central, una estructura impresionante que destacaba entre las construcciones humildes que la rodeaban. Sus dos torres terminaban en picos que parecían alcanzar el cielo, y el frente estaba decorado con intrincadas espirales que daban la impresión de un castillo sacado de un cuento de hadas. Álvaro se detuvo frente a la iglesia y la contempló por un momento.
"Qué ironía", pensó. "Un lugar tan hermoso en una ciudad donde parece que nadie tiene tiempo para detenerse y admirarlo."
A unos metros de la iglesia estaba el ayuntamiento, un edificio menos elaborado, pero igual de imponente. Su fachada de piedra blanca relucía bajo el sol, y en sus balcones ondeaban las banderas de Molino. Álvaro observó cómo algunos empleados municipales entraban y salían con carpetas en las manos, sus rostros marcados por el ajetreo de la mañana.
Siguió caminando y llegó a una avenida comercial, donde pequeños negocios competían por captar la atención de los transeúntes. Había tiendas de ropa, panaderías que inundaban el aire con el aroma de pan recién horneado, y cafeterías llenas de trabajadores que tomaban un respiro antes de empezar su jornada. Había movimiento, vida, una sensación de urgencia que contrastaba con la calma de la iglesia.
Pero no todo en Molino era bello o vibrante. Conforme Álvaro avanzaba, llegó a una parte más deteriorada de la ciudad. Las calles estaban llenas de baches, y las casas, construidas con bloques de cemento y techos de lámina, parecían a punto de derrumbarse. En una esquina, un grupo de niños jugaba descalzo en una cancha de fútbol abandonada, rodeados de basura y maleza.
—Un lugar olvidado —murmuró Álvaro para sí mismo, con un nudo en la garganta.
Continuó su recorrido y pasó por barrios acomodados donde las casas eran enormes, con jardines perfectamente cuidados y autos de lujo estacionados en las entradas. Las diferencias entre estas zonas y las que había visto antes eran abrumadoras. Molino, como muchas ciudades, era un lugar de contrastes, un reflejo de las desigualdades que dividían a su gente.
Molino: una ciudad de extremos
Molino tenía una cultura muy peculiar. Era un pueblo fiestero; cada vez que había una festividad, las calles se llenaban de música, risas y luces. Las familias se reunían en la plaza principal para celebrar, compartiendo comida, bailes y anécdotas. Sin embargo, fuera de esas fechas especiales, el día a día en Molino era duro. La mayoría de sus habitantes vivía con lo justo, trabajando largas horas para llevar algo de comida a la mesa.
La ciudad no era un lugar donde la cultura, la lectura o el arte fueran prioridades. No porque no apreciaran esas cosas, sino porque el tiempo y el dinero simplemente no alcanzaban. Para sobrevivir en Molino, había que generar. Y para generar, había que trabajar. El tiempo libre era un lujo que pocos podían permitirse.
En este contexto, la gente que no trabajaba era vista con desdén, no por maldad, sino porque no encajaban en el ritmo de vida de la ciudad. Álvaro lo sabía. Sabía que su falta de empleo lo hacía un paria en una sociedad donde todos estaban demasiado ocupados tratando de sobrevivir.
Álvaro llegó a un pequeño parque. Las bancas estaban desgastadas, pero aún servían para descansar. Se sentó bajo la sombra de un árbol y observó el movimiento a su alrededor. Una pareja de ancianos paseaba de la mano, mientras un joven repartidor cruzaba corriendo con una bolsa de pedidos en la mano. Una mujer vendía flores en un puesto improvisado, y un grupo de niños jugaba con una pelota hecha de trapos.