El fracaso de Álvaro

Capítulo 10: Ecos de Pasión

Álvaro siguió caminando sin rumbo por las calles de Molino, sumido en sus pensamientos, hasta que algo peculiar llamó su atención. Un edificio descuidado, con paredes a medio pintar y un letrero que apenas se sostenía, rezaba Centro de Cultura. La entrada estaba abierta, y a través de los huecos de los muros inacabados, podía ver a gente en movimiento. Había algo caótico y, al mismo tiempo, acogedor en el lugar. Sin pensarlo demasiado, decidió entrar.

El interior no era muy diferente al exterior: a medio construir, con paredes desnudas y pisos desiguales. Sin embargo, la atmósfera estaba llena de vida. Cada salón que veía parecía contar una historia diferente. En uno, alguien pintaba murales sobre una pared rugosa; en otro, un grupo de jóvenes discutía apasionadamente en torno a una mesa cubierta de papeles y libros.

Álvaro caminaba con cuidado, como un extraño que no quería interrumpir. Llegó a un salón donde la música lo detuvo. Era una melodía vibrante que salía de una vieja grabadora, y en el centro del salón, un grupo de personas bailaba siguiendo las instrucciones de un hombre que marcaba los pasos con voz firme.

—Y uno, y dos, y tres, y cuatro —decía el instructor, mientras los bailarines intentaban seguir el ritmo con diversos grados de habilidad.

Álvaro se quedó en la puerta, observando. Uno de los bailarines captó su atención de inmediato. Su movimiento era fluido, lleno de energía y pasión, como si estuviera bailando para un público invisible de miles de personas. Había algo magnético en él, una chispa que lo diferenciaba del resto.

—¡Vamos a tomar un descanso, chicos! —anunció el instructor, y el grupo se dispersó entre risas y bromas.

Álvaro estaba a punto de irse cuando el bailarín que había notado se le acercó, con una gran sonrisa en el rostro.

—¡Hey! —dijo con entusiasmo—. ¿Te gusta el baile?

Álvaro, algo desconcertado, negó con la cabeza.

—No, yo no bailo. La última vez que lo intenté, hice el ridículo —respondió, riéndose de sí mismo.

—Eso nos pasa a todos al principio —dijo el bailarín, extendiendo la mano—. Me llamo Omar.

—Álvaro —respondió, estrechando la mano de Omar—. Veo que bailas muy bien. ¿Te pagan por hacerlo?

Omar se rio.

—No, para nada. Bailo porque me gusta. Me hace sentir vivo. Es como si, por un momento, todas las preocupaciones se desvanecieran y solo existiera el ritmo.

Álvaro lo miró con curiosidad.

—Debe ser genial sentir algo así.

—Lo es, pero no siempre ha sido fácil. —Omar hizo una pausa, reflexionando—. A mucha gente no le gusta que baile. Dicen que es una pérdida de tiempo, que nunca podré vivir de esto, que debería hacer algo más "útil". Incluso mis padres me han dicho que deje el baile y termine mi carrera.

—¿Y por qué no lo haces? —preguntó Álvaro, genuinamente intrigado.

Omar suspiró, aunque mantuvo su sonrisa.

—Porque esto es lo único que me hace sentir completo. Sé que no voy a ganar dinero bailando, y tal vez mis padres tengan razón en eso. Pero no bailo por dinero. Lo hago porque me apasiona, porque me da alegría. Claro, trabajo en algo más para sobrevivir, pero bailar es mi refugio, mi escape.

Álvaro lo miró en silencio. Había algo en las palabras de Omar que le parecía extraño, casi incomprensible.

—¿No te afecta que se burlen?

Omar se encogió de hombros.

—Al principio, sí. Pero aprendí que la gente siempre va a opinar, hagas lo que hagas. Así que decidí que, ya que van a hablar, al menos hablarán mientras yo hago lo que amo.

Hubo un momento de silencio entre ellos antes de que Omar añadiera:

—Creo que es cuestión de equilibrio. Sí, hay que ser realista: necesitamos dinero para vivir, para comer, para pagar un techo. Pero también necesitamos alimentar el alma. Por eso trabajo en algo que no me apasiona tanto, pero que me permite seguir bailando.

—Supongo que tiene sentido —murmuró Álvaro, aunque no estaba del todo convencido.

Omar lo miró con curiosidad.

—¿Y tú? ¿Qué te apasiona, Álvaro?

La pregunta golpeó a Álvaro como un ladrillo. Miró al suelo, incómodo.

—Nada. Hasta ahora, no hay nada que me apasione. —Sonrió con amargura—. Soy un fracaso para esta vida, ni siquiera tengo algo que me motive.

Omar rio, pero no de manera burlona.

—No seas tonto. Que no hayas encontrado tu pasión todavía no significa que no la tengas. A veces, simplemente toma tiempo. Incluso puede cambiar con los años.

Álvaro negó con la cabeza.

—A mis treinta años, no creo que eso sea posible.

—Eso es lo bueno de la vida: nunca sabes qué te espera. —Omar señaló hacia el pasillo—. Mira, hay más salones por allá. Yo tengo que volver al ensayo, pero te invito a visitarlos. ¿Quién sabe? Tal vez este sea el día en que encuentres tu pasión.

Álvaro se despidió de Omar, agradeciéndole la conversación, y continuó explorando el centro.

El siguiente salón que visitó era de pintura. Personas de todas las edades se sentaban frente a lienzos, mezclando colores y creando formas que iban desde lo abstracto hasta lo detalladamente realista. Álvaro se quedó un rato observando, admirando la paciencia y la precisión de los artistas, pero no sintió ninguna conexión con lo que veía.




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