El fracaso de Álvaro

Capítulo 12: Peso y palabras

Álvaro despertó antes de que el sol asomara por el horizonte, algo que habría sido inimaginable para él semanas atrás. Se sentía extrañamente lleno de energía, aunque una parte de su mente todavía dudaba. Mientras se lavaba la cara, observó su reflejo en el espejo. Algo en su expresión había cambiado: había un brillo tenue en sus ojos, una chispa que no había visto en años.

“Hoy va a ser diferente,” se dijo, intentando convencerse. Era un pensamiento frágil, como un hilo que podía romperse con facilidad, pero era un comienzo.

Se vistió con la ropa más decente que encontró y bajó al comedor. Sus padres ya estaban desayunando, y sus miradas lo siguieron con curiosidad mientras se preparaba para salir.

—¿Otra vez saliendo tan temprano? —preguntó Vania, con un tono que mezclaba sorpresa y esperanza.

—Sí —respondió Álvaro mientras se servía un vaso de agua—. Hoy voy a buscar trabajo.

Romel dejó la taza de café en la mesa y sonrió.

—Cuídate mucho, hijo. Y no te preocupes si no lo encuentras de inmediato.

—Lo intentaré —dijo Álvaro antes de salir, cerrando la puerta con cuidado.

Mientras caminaba por las calles aún tranquilas de Molino, sintió una mezcla de emoción y nerviosismo. No estaba buscando un trabajo solo por necesidad económica. Había algo más empujándolo, algo que no se atrevía a admitir: quería ser alguien que Alice pudiera mirar sin lástima, alguien digno de su tiempo y atención.

Molino, sin embargo, era una ciudad dura. A medida que el sol subía en el cielo, comenzó a enfrentarse a la realidad.

En una tienda de abarrotes, el dueño lo miró con desconfianza antes de decirle:

—Aquí no hay espacio para gente sin experiencia.

En una pequeña cafetería, la encargada apenas levantó la vista de su libreta.

—No estamos contratando.

En un taller mecánico, el encargado lo observó con escepticismo.

—¿Sabes algo de autos?

—No mucho, pero puedo aprender.

El hombre soltó una carcajada y negó con la cabeza.

—Esto no es una escuela, amigo. Si no sabes, no sirves.

Cada rechazo era como un golpe que debilitaba la determinación de Álvaro. Mientras caminaba por el centro, sintió cómo la duda empezaba a infiltrarse en su mente. “Quizá Joaquín tenía razón,” pensó. “Tal vez algunos estamos destinados a fracasar.”

Se sentó en una banca de la plaza principal, observando cómo la gente pasaba apresurada. Mujeres con bolsas de mandado, hombres con herramientas al hombro, jóvenes repartiendo comida en motocicletas. Todos parecían encajar en un engranaje del que él siempre había estado excluido.

El eco de las palabras de su pasado comenzó a resonar en su mente. Recordó cuando, en la secundaria, confesó su interés por una chica que respondió con una carcajada: “¿Tú? ¿De verdad creíste que yo saldría contigo?” Esa humillación, que había intentado enterrar, volvió a inundarlo con fuerza.

Sin embargo, otra voz también surgió. Era la de Alice, recordándole que escribir lo ayudaba a entenderse a sí mismo. Y la de Omar, diciéndole que el fracaso no definía quién eras, sino lo que hacías después de él.

Con eso en mente, decidió seguir intentando.

El sonido de martillos y mezcladoras de cemento lo llevó hasta una obra en construcción. Los albañiles trabajaban sin descanso bajo el sol abrasador, moviendo materiales pesados y levantando estructuras con precisión. Álvaro dudó, pero sabía que no podía rendirse.

Se acercó al grupo, sintiendo cómo el sudor se acumulaba en su frente.

—Disculpen, ¿necesitan ayuda?

Uno de los albañiles, un hombre musculoso con una gorra sucia, lo miró de arriba a abajo y soltó una carcajada.

—¿Tú? ¿En la obra? ¿Alguna vez has trabajado con cemento?

—No, pero estoy dispuesto a aprender —respondió Álvaro, tratando de sonar seguro.

El hombre llamó a otro trabajador, que parecía ser el encargado.

—¡Camilo, este dice que quiere trabajar!

Camilo, un hombre robusto con una expresión seria, lo observó detenidamente antes de responder.

—¿Tienes fuerza?

—Haré mi mejor esfuerzo.

Camilo lo pensó por un momento antes de asentir.

—Está bien. Pero aquí no hay espacio para errores. Si no puedes con el trabajo, te largas. Empiezas mañana.

Álvaro regresó a casa esa noche con una mezcla de nerviosismo y alivio. Antes de dormir, tomó su cuaderno y escribió sobre el día, intentando ordenar sus pensamientos. “No sé si voy a durar en este trabajo, pero al menos lo intentaré. Tal vez no sea lo que estoy buscando, pero es un paso.”

El primer día en la obra fue brutal. Los sacos de cemento parecían pesar toneladas, y el sol era implacable. Los demás trabajadores no mostraban mucha paciencia con él.

—¡Mira, novato, no te vayas a romper! —gritó uno mientras Álvaro intentaba cargar un saco al hombro.




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