Cuando Álvaro llegó a casa tras otro agotador día de trabajo en la ferretería, apenas tuvo energía para saludar a sus padres. Romel y Vania notaron su paso lento y su semblante cansado, pero no dijeron nada. Sabían que Álvaro estaba esforzándose como no lo había hecho en mucho tiempo, y preferían darle espacio.
Álvaro se encerró en su cuarto, buscando un momento de soledad para escribir sus pensamientos, como hacía cada noche desde que Alice le había dado aquella tarea. Mientras rebuscaba en un cajón, buscando hojas limpias, sus dedos rozaron algo diferente: un pedazo de papel más grueso, ligeramente rugoso. Al sacarlo, vio que era una foto.
Era una imagen de sus padres, Romel y Vania, tomada muchos años atrás. Álvaro sonrió, reconociendo de inmediato ese momento: un día especial en el que, por alguna razón, habían decidido tomarse una fotografía juntos, algo raro en ellos.
La imagen mostraba a Romel con una camisa sencilla, su rostro joven pero marcado por las primeras líneas del cansancio. Vania, de cabello largo recogido, sonreía con la misma calidez que aún conservaba. Ambos estaban de pie frente a la casa donde vivían ahora, una vivienda humilde pero llena de recuerdos. Álvaro se quedó mirando la foto durante varios minutos. Se sentía abrumado por la mezcla de emociones: gratitud, tristeza, y una sensación de deuda con ellos que lo atravesaba como una punzada.
Los padres de Álvaro, siempre han estado con él, pero a pesar de que Álvaro cree decepcionarlos, nunca lo han dejado solo. Cuando Álvaro no salía, ellos se hicieron cargo de él, de los gastos de casa, de su alimentación y sus necesidades básicas. Aunque si bien Romel Y Vania, eran padres producto del esfuerzo y amor, nadie les enseño a crear a su hijo, y ellos también padecieron momentos difíciles desde que nacieron.
Romel siempre había sido un hombre fuerte, tanto física como emocionalmente, pero su fortaleza no era innata. Había sido forjada a través de una vida de sacrificios y privaciones. Llevaba el mismo nombre que su padre, Romel, quien falleció cuando él tenía apenas trece años. La muerte de su padre marcó el fin abrupto de su infancia. Desde ese momento, se convirtió en el sostén de su madre y sus seis hermanos.
Aunque Romel siempre decía que disfrutó su juventud, la verdad era otra. Sus días estaban llenos de trabajo, ayudando en el campo o haciendo cualquier tarea que aportara algo a la mesa familiar. Las noches, sin embargo, eran su refugio. En ese tiempo robado al cansancio, Romel leía cualquier libro que lograra conseguir, prestado o encontrado, alimentando su mente y dejando volar su imaginación lejos de la pobreza que lo rodeaba.
Pero a medida que las responsabilidades aumentaban, las noches de lectura comenzaron a desaparecer. La rutina diaria lo consumió, y su pasión por los libros quedó relegada a un rincón. Ahora, de adulto, rara vez tenía tiempo o energía para leer.
A pesar de todo, Romel había logrado algo que su propio padre nunca hizo con él: mostrarse afectuoso con Álvaro. Aunque al principio le costaba expresar sus sentimientos, Álvaro lo fue cambiando poco a poco. Con el tiempo, Romel aprendió a saludarlo con un beso y decirle “te quiero, hijo”, algo que nunca creyó ser capaz de hacer. El amor por su hijo lo transformó, y esa transformación era algo que atesoraba. Por eso, verlo ahora tan perdido y apagado lo llenaba de angustia. Romel no podía entender cómo aquel niño que siempre encontraba soluciones ingeniosas ahora parecía no encontrar su camino.
Vania, por su parte, era el pilar silencioso de la familia. Había crecido en un pequeño rancho donde las mujeres no tenían voz ni oportunidad. La educación era un lujo que pocas podían permitirse, y su vida parecía destinada a ser una réplica de la de su madre: cuidar la casa y la familia sin esperar reconocimiento alguno.
Todo cambió cuando conoció a Romel durante una de sus visitas a Molino. Fue un encuentro inesperado, pero desde el principio sintieron una conexión inmediata. Ambos compartían el mismo sueño de formar una familia llena de amor, aunque ninguno de los dos tenía un plan claro de cómo superar las dificultades que sabían que enfrentarían.
Se casaron jóvenes, y aunque los primeros años fueron duros, Vania siempre encontraba maneras de hacer que su hogar fuera un lugar cálido. Mientras Romel trabajaba largas jornadas, ella cuidaba de Álvaro y de la casa. Era una mujer que nunca se quejaba, aunque el peso de las responsabilidades a menudo fuera abrumador.
En una sociedad como la de Molino, donde las mujeres eran valoradas más por su capacidad de generar ingresos que por su dedicación al hogar, Vania era vista como una figura anticuada. Pero eso no le importaba. Para ella, su familia era lo único que importaba, y su mayor orgullo era haber mantenido el hogar unido a pesar de las adversidades.
Cuando Álvaro nació, Romel y Vania sintieron una mezcla de alegría y preocupación. Sabían que mantenerlo sería un desafío, pero estaban decididos a darle lo mejor que pudieran. Desde pequeño, Álvaro mostró un intelecto sorprendente. Era un niño curioso, que aprendía rápido y se destacaba en cosas que parecían inalcanzables dadas sus circunstancias.
La gente en Molino comentaba que Álvaro tenía un talento natural para declamar, y sus padres se emocionaban al verlo recitar poemas con una facilidad que dejaba a todos boquiabiertos. Más tarde, cuando arregló la computadora del director de su escuela sin tener conocimientos previos, las personas comenzaron a decir que sería un gran ingeniero en sistemas.