El amanecer llegó con suavidad, llenando el cuarto de Álvaro con una luz tenue que se filtraba por la cortina desgastada. Abrió los ojos, recordando la foto de sus padres que había encontrado la noche anterior. Las palabras que había pronunciado antes de dormir resonaban aún en su mente: "No sé cómo, no sé qué deba hacer, pero les aseguro que haré que estén orgullosos de mí."
Con un suspiro pesado, se levantó de la cama y se alistó para el día. Mientras se miraba en el espejo, ajustando su cabello con los dedos, murmuró para sí mismo:
—Un día más, Álvaro. Un día más.
Al salir al comedor, encontró a sus padres sentados, compartiendo un café caliente. Romel estaba a punto de irse al trabajo, con su sombrero gastado en las manos, y Vania limpiaba la mesa mientras miraba a Álvaro con una mezcla de orgullo y preocupación.
—Buenos días, hijo. ¿Dormiste bien? —preguntó Vania.
—Sí, mamá, gracias —respondió él, aunque en realidad su mente había estado inquieta toda la noche.
Se acercó a ellos, y en un gesto poco habitual, los abrazó a ambos al mismo tiempo.
—Los quiero mucho —dijo, con la voz quebrada por la emoción.
Romel y Vania intercambiaron una mirada de sorpresa, pero pronto sonrieron, devolviéndole el abrazo.
—Nosotros también te queremos, hijo —dijo Romel, dándole una palmada en la espalda antes de tomar su sombrero y salir.
Vania, aún sorprendida, acarició la mejilla de Álvaro.
—Cuídate mucho hoy, hijo.
—Lo haré, mamá. Nos vemos en la noche.
Con un nudo en el estómago, Álvaro salió de casa y se dirigió a la ferretería.
Los días en la ferretería transcurrían con altibajos. Álvaro intentaba dar lo mejor de sí, pero la naturaleza del trabajo no jugaba a su favor. Aunque había memorizado la ubicación de varias herramientas y materiales, seguía cometiendo errores que a veces parecían insignificantes, pero que se acumulaban en la paciencia de su jefe.
Uno de los primeros problemas ocurrió cuando un cliente pidió una caja de tornillos específicos. Álvaro buscó en los estantes durante varios minutos, pero no pudo encontrar la referencia exacta. En lugar de pedir ayuda, decidió entregar los que creyó que serían correctos.
Al día siguiente, el cliente regresó molesto.
—¡Estos no son los tornillos que pedí! —dijo, levantando la caja frente al mostrador—. Perdí tiempo y dinero gracias a este error.
El dueño, quien hasta entonces había intentado ser comprensivo, se disculpó con el cliente y miró a Álvaro con un gesto de desaprobación.
—Tienes que preguntar si no estás seguro, Álvaro. No puedes adivinar.
—Lo siento, no quise causar problemas —respondió Álvaro, sintiendo el peso de su torpeza una vez más.
Los días continuaron, y Álvaro seguía acumulando pequeños fallos. Un día, mientras intentaba organizar las cajas de herramientas, dejó caer una de las más costosas. Aunque no se rompió, el estruendo alertó al jefe, quien lo miró con frustración.
—¿Estás bien? —preguntó con un tono neutral, aunque sus ojos decían otra cosa.
—Sí, perdón. Se me resbaló.
—Ten más cuidado. No podemos permitirnos reemplazar algo porque se rompe.
Cada reprimenda, aunque no fuera agresiva, iba erosionando la confianza de Álvaro en sí mismo. Sentía que todo lo que intentaba hacer terminaba mal, como si hubiera algo fundamentalmente errado en él.
Por las tardes, su único alivio era visitar el centro de cultura y asistir a las clases con Alice. A pesar de su torpeza en el trabajo, en ese pequeño salón encontraba una chispa de calma. Alice siempre lo recibía con una sonrisa cálida.
—¿Cómo te fue hoy? —preguntaba cada vez que lo veía.
—Sobreviví —respondía Álvaro con una sonrisa cansada, intentando restar importancia a sus fallos.
En las clases, Alice lo motivaba a escribir sobre cualquier cosa que pasara por su mente. Poco a poco, Álvaro se iba sintiendo más cómodo plasmando sus pensamientos en papel. Aunque aún no eran considerados amigos, la relación entre ambos iba ganando en confianza. Cada conversación con Alice le daba un pequeño respiro de la sensación de inutilidad que lo perseguía.
Álvaro continúo trabajando, aunque cada vez más desanimado por sentirse torpe en lo que hacía, pero por las tardes cada clase con Alice, le daban un descanso, aunque fueran por unas horas. Así estuvo hasta que llego el día, que sucedió lo inevitable, un error que le costaría su despido.
El error que desencadenó su despido llegó una mañana particularmente ocupada. Un cliente habitual llegó buscando una herramienta específica: una sierra eléctrica. Álvaro, queriendo demostrar que podía manejar la situación por su cuenta, se apresuró a atenderlo.
—¿Esta servirá? —preguntó Álvaro, mostrando una sierra que estaba en oferta.
El cliente, confiando en su recomendación, la compró y se fue. Pero unas horas después, regresó furioso.
—¡Me diste una herramienta defectuosa! Esto no sirve para el trabajo que necesito.