Álvaro despertó temprano, como lo había hecho los últimos días, con el sonido suave de los pájaros que parecían anunciar un nuevo intento. La luz del amanecer llenaba su cuarto con un tono cálido, y aunque sus ojos estaban abiertos, su cuerpo aún se sentía pesado, cargando el cansancio acumulado de sus esfuerzos recientes.
Había pasado una noche inquieta, escribiendo y pensando en cómo había llegado a este punto. En la ferretería había intentado encajar, pero los errores habían sido más fuertes que su voluntad. Ahora, en este nuevo trabajo en la tienda de abarrotes, sentía la misma incertidumbre, pero no podía darse el lujo de detenerse. Sus padres y Alice seguían siendo sus principales razones para levantarse y volver a intentarlo.
Después de vestirse, salió al comedor donde Romel ya estaba preparado para irse al trabajo, con su sombrero puesto y la mochila vieja sobre los hombros. Vania terminaba de servir café y lo miró con una sonrisa ligera al verlo aparecer.
—¿Listo para otro día, hijo? —preguntó su madre mientras le ponía un vaso con agua en la mesa.
—Listo, mamá —respondió Álvaro, tratando de inyectar firmeza en su voz.
Se acercó a Romel y lo abrazó de manera breve pero sincera.
—Te quiero mucho, papá.
Romel, aunque sorprendido, le dio una palmada en la espalda y sonrió.
—Nosotros también te queremos, hijo. Échale ganas, y recuerda que siempre estamos aquí para ti.
Álvaro repitió el gesto con su madre, quien lo abrazó un poco más fuerte y le deseó lo mejor para su día. Salió de casa sintiéndose ligeramente más ligero, aunque el peso de sus pensamientos seguía rondando en su mente.
La tienda de abarrotes estaba en una esquina del mercado central de Molino, un lugar bullicioso y lleno de vida donde el movimiento nunca cesaba. Álvaro llegó antes de la apertura y encontró al encargado, un hombre de mediana edad con una mirada severa pero no necesariamente hostil.
—Llegaste temprano. Eso está bien. Vamos a ver si te adaptas —dijo mientras ajustaba los estantes del mostrador.
Álvaro asintió y se colocó detrás del mostrador, dispuesto a aprender. El encargado le explicó nuevamente las tareas: reabastecer los estantes, atender a los clientes y, eventualmente, manejar la caja registradora.
El primer cliente llegó poco después de abrir. Era una señora mayor, cargando una bolsa tejida, que pidió un kilo de arroz. Álvaro buscó entre los estantes y encontró el paquete correcto, entregándoselo con una sonrisa tímida.
—Gracias, joven. Qué raro ver caras nuevas por aquí —comentó la mujer antes de pagar y salir.
Álvaro sintió un pequeño destello de logro, como si ese simple intercambio validara su lugar en la tienda. Sin embargo, esa sensación no duró mucho.
Los días pasaron, y Álvaro comenzó a enfrentarse a los desafíos del trabajo. Aunque se esforzaba, la rapidez y precisión que requería el lugar no eran su fuerte. Una tarde, mientras reabastecía los estantes, accidentalmente derribó una pila de botellas de vinagre. El sonido del vidrio rompiéndose resonó en toda la tienda, y el encargado corrió hacia él con una expresión de frustración.
—¿Qué pasó aquí? —preguntó mientras veía el desastre.
—Lo siento mucho, se me resbaló la caja —intentó explicar Álvaro mientras recogía los fragmentos de vidrio con cuidado.
—Tienes que tener más cuidado, Álvaro. Esto no es un juego. Cada cosa que se rompe nos cuesta dinero.
—Sí, lo sé… No volverá a pasar.
El encargado suspiró, y aunque no dijo más, la tensión en el ambiente era palpable.
Por las tardes, después de salir de la tienda, Álvaro seguía yendo al centro de cultura para las clases con Alice. Ese pequeño refugio seguía siendo su escape, el lugar donde podía sentirse más como él mismo, lejos de la presión constante de los trabajos que no parecían encajar con él.
—¿Cómo te fue hoy? —preguntaba Alice cada vez que lo veía llegar con el rostro cansado pero esperanzado.
—Sobreviví, creo. —Álvaro siempre usaba el mismo tono sarcástico, y Alice sonreía ante su respuesta.
Un día, Alice decidió enseñarle algo nuevo: cómo escribir cuentos cortos. Sacó un libro de ejemplos y se lo mostró, señalando cómo cada historia tenía un inicio, un conflicto y un desenlace.
—El truco está en llevar al lector directo al punto. No tienes que dar demasiados rodeos. Empieza por algo que atrape la atención, desarrolla el conflicto y cierra con una idea poderosa —explicó mientras hojeaba las páginas del libro.
Álvaro escuchaba con atención, tomando notas mentales. Esa noche, en su cuaderno, intentó escribir su primer cuento corto, inspirado en su día en la tienda. Aunque no quedó perfecto, sintió que estaba progresando, y esa pequeña chispa de logro lo motivó a seguir escribiendo.
A medida que pasaban los días, los errores en la tienda seguían acumulándose. Una mañana, mientras atendía a un cliente, confundió los precios de varios productos y cobró menos de lo debido. El cliente, al darse cuenta, decidió regresar para pagar la diferencia, pero el encargado estaba visiblemente molesto.
—Esto no puede seguir así, Álvaro. Necesitas concentrarte más.