El amanecer en Molino seguía siendo el mismo. Los tonos cálidos del sol bañaban las calles, y la rutina diaria se repetía como un reloj bien engrasado. Para Álvaro, sin embargo, cada día comenzaba con un esfuerzo deliberado para salir de la cama. El peso de sus fracasos anteriores seguía presente, pero la presión de no defraudar a sus padres y a Alice lo impulsaba a seguir adelante.
Se alistó con cuidado, asegurándose de llevar la mejor versión de sí mismo, aunque por dentro se sintiera fragmentado. Al llegar al comedor, saludó a Romel y Vania con la misma rutina de siempre:
—Buenos días, papá. Buenos días, mamá.
Romel, quien ajustaba el sombrero en su cabeza, lo miró con una sonrisa.
—Buenos días, hijo. Listo para otro día, ¿eh?
—Sí, papá.
Álvaro se acercó y abrazó a ambos.
—Los quiero mucho.
Vania, acostumbrada a estos gestos desde hace poco, le acarició el hombro con ternura.
—Nosotros también, hijo. Cuídate mucho hoy.
Con esas palabras en mente, Álvaro salió de casa para su segundo día en la cafetería, decidido a demostrar que esta vez sería diferente.
El primer día en la cafetería había sido relativamente sencillo. Su trabajo consistía en apoyar al cocinero principal, limpiar las mesas y llevar los pedidos a los clientes. Álvaro pensó que quizá este empleo sería menos demandante que los anteriores, pero rápidamente descubrió que el ritmo de trabajo en la cocina era implacable.
—¡Álvaro, necesito esos platos ahora! —gritó el cocinero, un hombre robusto y enérgico llamado Simón, mientras preparaba un nuevo pedido.
Álvaro intentó mantenerse al día, pero su falta de experiencia quedó en evidencia rápidamente. En su segundo día, mientras llevaba una bandeja con tres cafés calientes, tropezó con una silla mal colocada, derramando las bebidas sobre un cliente.
—¡Pero qué demonios! —gritó el hombre, poniéndose de pie mientras trataba de secarse la ropa.
Álvaro intentó disculparse, pero las palabras no salían con fluidez. Simón llegó rápidamente, ofreciendo una disculpa al cliente mientras lanzaba una mirada severa a Álvaro.
—¡Presta más atención! Aquí no hay margen para errores como ese.
—Lo siento, no volverá a pasar —dijo Álvaro, tratando de sonar convincente, aunque por dentro sentía que el ciclo volvía a repetirse.
Por las tardes, después del trabajo, Álvaro continuaba asistiendo a las clases con Alice. Ese pequeño espacio seguía siendo su salvavidas, el único lugar donde sentía que podía ser él mismo sin ser juzgado.
Un día, Alice decidió darle un nuevo desafío.
—Vamos a trabajar en un cuento corto completo —dijo mientras le entregaba una hoja en blanco—. Quiero que empieces con algo simple: una idea, un personaje, un conflicto. Pero quiero que te concentres en llegar a un final.
Álvaro miró la hoja con cierta incertidumbre.
—No sé si pueda hacerlo. Apenas estoy aprendiendo.
Alice le sonrió con paciencia.
—Claro que puedes. Nadie espera que sea perfecto. Solo escribe lo que sientas, lo que quieras contar.
Esa noche, Álvaro comenzó su primer intento de cuento corto. Escribió sobre un joven que vivía atrapado en una rutina diaria, intentando encontrar algo que le diera sentido a su vida. Aunque las palabras fluían con dificultad, sintió que algo dentro de él empezaba a tomar forma.
Los días en la cafetería seguían siendo un desafío constante. Aunque intentaba mejorar, los errores parecían inevitables. Una mañana, mientras intentaba tomar el pedido de una familia, se confundió al anotarlo y llevó los platillos equivocados a la mesa.
—Esto no es lo que pedimos —dijo la madre, con una mezcla de paciencia y frustración.
Álvaro intentó corregir el error rápidamente, pero el daño ya estaba hecho. Simón lo llamó a la cocina y, aunque no alzó la voz, el cansancio en su rostro era evidente.
—Álvaro, mira, sé que estás intentando, pero este trabajo no es para todos. Aquí todo tiene que fluir rápido y sin fallos. No podemos darnos el lujo de cometer errores con los clientes.
Álvaro asintió, aunque sentía que una parte de él se rompía por dentro. Sabía lo que venía.
El error final llegó un viernes por la tarde, durante la hora más concurrida del día. Álvaro, intentando ayudar a Simón, colocó una charola con pan recién horneado demasiado cerca del borde del mostrador. Un movimiento en falso, y la charola cayó al suelo, arruinando todo el producto.
Simón soltó un gruñido de frustración, dejando los utensilios en la mesa.
—¡Álvaro, por favor! Esto ya es demasiado.
Aunque Simón no lo despidió en ese momento, Álvaro sabía que era cuestión de tiempo. Esa noche, mientras cerraban la cafetería, el encargado se le acercó con una expresión seria.
—Lo siento, Álvaro, pero no puedes seguir aquí. He intentado darte tiempo para adaptarte, pero este trabajo no es para ti. Espero que encuentres algo que encaje mejor contigo.