La mañana en Molino amaneció, como siempre, tranquila pero llena de una energía callada que se filtraba por las rendijas de las ventanas. Álvaro despertó con un leve suspiro, aliviado de que la noche había sido menos agitada que las anteriores, pero con el mismo peso sobre sus hombros. Había encontrado su lugar en la rutina, y aunque no sabía cómo escapar de la espiral de fracasos que lo consumía, no podía evitar levantarse cada día para intentarlo una vez más.
Se alistó en silencio, mirando su reflejo en el espejo del baño, tratando de convencerse de que, por esta vez, podría hacer las cosas bien. Después de vestirse y tomar un desayuno ligero, salió de su cuarto y fue al comedor, donde sus padres ya estaban en la mesa.
Romel, como siempre, estaba listo para irse a trabajar, y Vania, con su café humeante, lo observaba con la misma preocupación de siempre, aunque en su rostro no había reproches.
—¿Cómo estás hoy, hijo? —preguntó Vania mientras le pasaba un pan tostado.
Álvaro asintió con una leve sonrisa.
—Bien, mamá. Hoy será diferente, lo sé.
Romel, al escucharlo, le dio una palmada en la espalda, algo que hacía cada mañana, aunque rara vez decía más.
—Eso espero, hijo. Que todo te vaya bien.
Álvaro abrazó a sus padres, sintiendo la calidez de ese pequeño momento, antes de salir hacia el trabajo. No sabía si sería diferente, pero no podía dejar de intentarlo.
El nuevo trabajo de repartidor en la tienda de herramientas usadas no parecía tan complicado al principio. Don Luis, el dueño de la tienda, un hombre mayor con gafas gruesas, le había explicado las instrucciones claramente: debía recoger los productos en la tienda y entregarlos a sus respectivos clientes, todo ello en bicicleta. Álvaro no tenía experiencia previa en entregas, pero sabía montar bicicleta, así que eso no sería un problema. El trabajo parecía sencillo, y al menos no había un jefe directamente sobre él supervisando cada movimiento, algo que le daba algo de alivio.
Pero no todo fue tan fácil. En su primer día, cometió un error al entregar un paquete en la dirección equivocada, lo que generó un pequeño conflicto con el cliente. Regresó a la tienda sintiendo el peso del fracaso sobre sus hombros, pero lo disimuló lo mejor que pudo. Don Luis, al verlo llegar, no le dijo nada en ese momento, pero su mirada lo decía todo.
—Álvaro —dijo con tono serio mientras le entregaba otro paquete para su siguiente entrega—, ya te dije que no podemos permitirnos errores. Si vuelves a equivocarte con las entregas, no sé si podremos seguir contando contigo.
Álvaro asintió, sintiendo cómo la presión comenzaba a estrangularle el pecho.
Por la tarde, después de su jornada de trabajo, se dirigió como siempre al centro de cultura. Allí, Alice lo esperaba con su calma habitual. A lo largo de las últimas semanas, las clases de escritura se habían vuelto el único momento del día en el que Álvaro sentía que podía respirar con cierta tranquilidad. La escritura no lo juzgaba, y en cierto modo, el papel en blanco se sentía más permisivo que cualquier cliente o jefe.
Alice estaba sentada en su mesa con un cuaderno frente a ella. Al verlo llegar, sonrió y lo saludó.
—¿Cómo te fue hoy?
Álvaro, con una sonrisa cansada, se dejó caer en una silla.
—Sobreviví. Pero fue otro día lleno de errores. Me siento como un imán para ellos.
Alice le dio una mirada comprensiva pero firme.
—Álvaro, los errores no son lo que define a una persona. Todos cometen errores. La clave es aprender de ellos y seguir adelante. Yo también he cometido miles de errores en mis historias antes de conseguir algo que valiera la pena. Pero sigues escribiendo, sigues intentándolo. Eso es lo importante.
Álvaro asintió, pero no pudo evitar que un suspiro se le escapara.
—A veces siento que no hay salida. No soy bueno en nada.
Alice lo observó un momento, como si intentara encontrar las palabras correctas.
—A veces, Álvaro, lo que necesitamos no es ser buenos en algo, sino encontrar aquello que nos haga sentir completos, que nos dé paz. Y, en ese sentido, la escritura puede ser un refugio.
Álvaro miró a Alice, sintiendo la sinceridad en sus palabras, y recordó lo que había comenzado a escribir esa mañana, la historia de un hombre atrapado en su rutina diaria, pero con la esperanza de encontrar algo que lo liberara. Era su historia.
—Entonces, ¿debo seguir con este cuento? —preguntó.
—Sí, claro. No te preocupes por la perfección. Solo escribe lo que sientes. Cada palabra que pongas en el papel es un paso hacia tu propio entendimiento. Quiero que termines ese cuento. Hazlo para ti, no para nadie más.
Álvaro solo miraba sin comprender del todo lo que le explicaba Alice.
—Álvaro, el truco para un buen cuento es saber desde el principio a dónde quieres llegar. ¿Qué quieres que el lector sienta al final? —le explicó Alice, mientras hojeaba su libro de técnicas de escritura.
Álvaro asintió y sacó su cuaderno de su mochila. Alice, como siempre, le dio espacio para que trabajara a su ritmo. En ese momento, comenzó a escribir con una determinación que no sentía hace tiempo. Aunque las palabras seguían siendo inciertas y la estructura aún floja, sentía que estaba construyendo algo, que, por primera vez, estaba en control de algo en su vida.