La mañana en Molino era gris, con el aire fresco filtrándose por las rendijas de las ventanas. Álvaro se despertó con el mismo cansancio que lo había acompañado las últimas semanas, pero algo en su interior le decía que hoy tenía que levantarse y enfrentarlo. Había pasado ya por demasiados trabajos y demasiados fracasos, pero la necesidad de probar que podía hacerlo, de demostrar algo, lo impulsaba a salir una vez más al mundo.
Al bajar a la cocina, encontró a sus padres en la mesa, cada uno en su habitual ocupación. Romel ya se había vestido para ir a trabajar, mirando el periódico. Vania, con su café humeante, lo observaba con preocupación. Esta vez, sin embargo, no hubo preguntas sobre cómo le iba. Solo un silencio que reflejaba la ansiedad compartida, pero también la esperanza de ver a su hijo dar un paso diferente.
—¿Todo listo? —preguntó Romel sin levantar la vista del periódico, como si esas palabras fueran ya un ritual.
—Sí, papá. —Álvaro dijo esas palabras sin mucha convicción, pero con la intención de convencer a todos, especialmente a sí mismo.
Vania levantó la mirada y, sin decir nada más, le ofreció un pan tostado, el mismo gesto que siempre hacía. Algo en ella sabía que las palabras eran solo eso: palabras. Pero no podían dejar de decirlas.
—Te quiero mucho, hijo —dijo Vania, sus ojos transmitiendo un amor tan profundo que Álvaro lo sintió como un peso en el pecho.
Romel le dio una palmada en el hombro al despedirse, como de costumbre, un gesto tan familiar que lo hacía sentirse seguro, pero también atado a la responsabilidad de que él, como hijo, debía encontrar su camino.
—Que todo salga bien. Cuídate mucho —agregó Romel, levantándose de la mesa y tomando su sombrero, listándose para su jornada.
Álvaro, sintiendo la calidez de ese pequeño momento familiar, les dio un abrazo a ambos.
—Los quiero mucho —dijo, y antes de que pudiera escuchar alguna respuesta, salió por la puerta, con la misma incertidumbre, pero con una leve determinación que le permitió seguir adelante.
Álvaro encontró un trabajo en una tienda de electrodomésticos atendidos por Don Ernesto, quien como casi todos los jefes anteriores, le hizo las mismas preguntas para poder contratarlo, la única variante fue que ese mismo día empezó a trabajar.
Don Ernesto era un hombre mayor con una actitud directa. Le explicó rápidamente las tareas que debía realizar y, aunque era un hombre severo, le dio una primera impresión de que, al menos, podría durar aquí un tiempo. Durante los primeros días, Álvaro solo se dedicó a organizar estantes y repartir los repuestos entre los técnicos. A simple vista, no había mucho que pudiera salir mal.
El trabajo en la tienda de electrodomésticos de Don Ernesto fue, en principio, lo que Álvaro necesitaba: algo simple, algo que no requiriera demasiada interacción con los demás. Aunque no estaba seguro de ser realmente bueno en lo que hacía, pensaba que al menos podía mantenerse lo suficientemente ocupado como para no pensar demasiado.
Sin embargo, al tercer día, cuando un cliente llegó con un aparato dañado, Álvaro, en su afán por ayudar, tomó la iniciativa de arreglarlo sin consultar primero a los técnicos. Al parecer, algo no estuvo bien con el arreglo, porque al poco tiempo el cliente regresó furioso, diciendo que el aparato estaba aún peor.
Don Ernesto lo miró, esta vez con una expresión fría y cansada.
—Álvaro, ¿qué hiciste con este aparato? Yo te dije que no tocaras nada hasta que los técnicos lo revisaran. ¿Qué pensabas hacer?
Álvaro trató de explicarse, pero las palabras se le atascaban. En su cabeza, la vergüenza y la frustración comenzaban a consumirlo. No podía entender por qué siempre cometía los mismos errores. Don Ernesto lo miró fijamente antes de suspirar.
—No se trata de mejorar, Álvaro. Es de no seguir fallando. Lo mejor es que busques algo que se adapte mejor a ti. —Don Ernesto lo miró, algo cansado, como si ya estuviera acostumbrado a ver a personas entrar y salir de su tienda.
—Creo no estas hecho para esto, Álvaro. Lo mejor es que busques otro tipo de trabajo. No tienes la experiencia para estar aquí, y este negocio no puede permitirse errores como ese. Sin más, le indicó que podía irse.
Álvaro, como en otras ocasiones, no pudo decir nada. Simplemente recogió sus cosas, dejando atrás otro trabajo fallido, otro intento que se desvanecía. Salió de la tienda, se sentía atrapado en su propio fracaso, cabizbajo salió de la tienda.
Al salir de la tienda, la ciudad de Molino lo rodeó: llena de ruido, pero vacía de oportunidades. Álvaro no sabía a dónde ir, pero su pie dio el paso hacia el centro cultural, como un refugio al que siempre acudía. No tenía muchas opciones, pero al menos podía estar con Alice.
Alice lo esperaba, sentada en su mesa como siempre, rodeada de libros. Cuando lo vio entrar, su expresión cambió ligeramente, reconociendo que algo no iba bien.
—¿Cómo te fue hoy? —preguntó, sin presionar, simplemente esperando.
—Otro día más —respondió Álvaro, con los hombros caídos—. No estoy seguro de qué estoy haciendo mal, pero siempre parece que me pasa lo mismo.
—¿Qué paso? —pregunto preocupada Alice.
—Otro trabajo perdido —respondió Álvaro, sin ganas de explicar demasiado. Todo sonaba igual en su cabeza, solo que esta vez, la frustración era más fuerte.