El fracaso de Álvaro

Capítulo 20: De Kynicos a Kynikos

Álvaro llegó a casa después de su encuentro con Kynicos, su mente una maraña de pensamientos sin resolver. Se sentía abrumado por todo: su vida sin rumbo, el trabajo que aún no conseguía, y las preguntas sobre el anciano que no dejaban de rondar en su cabeza. Decidió acostarse y dormir, pero antes de que el sueño llegara, la imagen de Kynicos apareció en su mente. Lo vio saludarlo bajo la lluvia, mientras él, a esa hora, ya se encontraba en su casa, refugiado del mundo.

Álvaro se preguntó si Kynicos tendría una casa donde dormir. Si ese pan que llevaba lo habría comprado o si alguien se lo había regalado. Pensó: “Parece que lo conozco, me siento en confianza con él, pero en realidad, no sé nada de él. No sé quién es, y parece que la gente tampoco sabe quién es.”

La duda lo rodeó, pero el sueño lo venció antes de poder seguir pensándolo. Mañana sería otro día. Otro ciclo, otro intento por cumplir con las expectativas de otros. Otra búsqueda de trabajo, de manera superficial, para no parecer un flojo ante Alice y para demostrar que aún podía ser alguien ante sus padres. No había realmente una meta en su vida, solo la necesidad de llenar las expectativas ajenas.

Al día siguiente, Álvaro se levantó y, como siempre, salió de casa. No dijo más que un simple “regreso por la tarde”. Esa frase vacía, repetida como un ritual, que le permitía mantener las apariencias ante su familia. Álvaro caminaba sin rumbo, sabiendo que lo único que hacía era cumplir con lo que se esperaba de él. Su búsqueda de trabajo no era más que una forma de demostrar que aún estaba “haciendo algo”, aunque no tuviera claro qué.

Caminó por las calles grises de Molino, la ciudad que parecía reflejar su propio vacío. Tras varias horas buscando, se encontró con Kynicos, una vez más en su banco. El anciano lo observaba en silencio, como si nada en el mundo pudiera perturbar su serenidad. Algo en ese momento hizo que Álvaro se acercara a él. Por primera vez, extendió la mano y, con una ligera duda, dijo:

—Hola, Kynicos.

Kynicos levantó la vista, su rostro calmado como siempre, y aceptó el saludo de Álvaro con una sonrisa sutil, pero profunda.

—Hola, joven —respondió, su voz suave como el viento.

Álvaro, algo incómodo, continuó:

—Voy a buscar empleo, pero pasaré más tarde a saludarlo y contarle cómo me fue. Ahora tengo prisa.

Kynicos sonrió con una calma infinita y asintió con la cabeza.

—Que así sea —dijo, con un gesto que parecía encerrar más sabiduría de la que Álvaro podía comprender en ese momento.

Con esa despedida, Álvaro siguió su camino, pero algo dentro de él se removió. A pesar de la distancia física, el encuentro con Kynicos lo había tocado, aunque no sabía cómo ni por qué.

Mientras caminaba, la imagen de Kynicos seguía en su mente, y una pregunta persistente comenzó a crecer en él: ¿Quién era realmente ese hombre? ¿Cómo había llegado hasta aquí, a Molino, una ciudad de la que la gente trataba de escapar si podía?

Kynicos nació en Polinar, una ciudad conocida por su riqueza en cultura, ciencia y tecnología. Era un lugar que avanzaba a pasos agigantados, lleno de oportunidades para quienes, como él, podían permitirse estudiar y crecer en el conocimiento. Sus padres, adinerados y con una educación impecable, le brindaron todo lo necesario para ser alguien en el mundo. Tras completar sus estudios, Kynicos era ya un hombre respetado, con maestrías y doctorados en filosofía. Pero, al terminar su carrera, se dio cuenta de algo que lo dejó inquieto: Polinar ya tenía todo el conocimiento que podía ofrecer.

Así fue como decidió que su propósito no era acumular más sabiduría para sí mismo, sino compartirla. Kynicos quería enseñar, pero no en un lugar donde el conocimiento era ya moneda corriente, sino en un sitio donde la necesidad de comprensión fuera más urgente. Su destino lo llevó a Molino, una ciudad pequeña, atareada por la necesidad de generar riquezas, donde las oportunidades para los más pobres eran escasas.

Kynicos no se dejó vencer por las circunstancias. Pensó que en un lugar como Molino, donde las personas estaban atrapadas en la rutina de trabajar para sobrevivir, su misión sería más importante que nunca. Decidió enseñar, aunque no fuera fácil. Buscó trabajo en la universidad de Molino, en los sistemas básicos de educación, convencido de que el conocimiento podía cambiar la vida de la gente. Pero Molino no entendía la importancia de su mensaje.

Los padres de sus estudiantes de Kynicos les decían a sus hijos que no tomaran en cuenta sus clases porque “no servían para nada.” En Molino, la filosofía no tenía cabida, era vista como un lujo. Lo que importaba era el trabajo duro para sobrevivir. Kynicos, sin embargo, no se rindió. Seguía enseñando, aunque cada vez más gente le daba la espalda. En una ciudad como Molino, donde el tiempo solo servía para trabajar, no había espacio para la reflexión.

Molino no solo ignoraba la filosofía, sino que su gente no tenía tiempo para aprender. Estaba tan centrada en la lucha diaria por sobrevivir, que cualquier intento de pensar más allá de lo inmediato era visto como una pérdida de tiempo. No era que la gente fuera mala o tonta, sino que el tiempo dedicado a pensar y aprender simplemente no existía. Si no trabajabas, no comías. Esa era la regla. Los empresarios, como Joaquín, el ex jefe de Álvaro, mantenían a la ciudad en un ciclo de supervivencia constante. El sistema económico aseguraba que los ricos, como Joaquín, pudieran invertir y seguir ganando, mientras que los pobres nunca tuvieran la oportunidad de romper el ciclo. Kynicos, con su filosofía y su visión, representaba una amenaza para este sistema. Y aunque su riqueza le permitió vivir cómodo, su objetivo no era el dinero. Era enseñar. Pero esa misión chocó de frente con la indiferencia de una ciudad que no tenía tiempo para el conocimiento.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.