El fracaso de Álvaro

Capítulo 25: Neblina y Culpa

Los días en Molino se habían vuelto opacos, teñidos por una niebla densa que envolvía cada rincón de la ciudad como un susurro de tristeza. El sol, antaño brillante y cálido, apenas podía atravesar la gruesa capa de humedad suspendida en el aire. Las calles empedradas, cubiertas de una fina capa de rocío, reflejaban la luz mortecina que apenas se filtraba entre las nubes. Parecía como si el corazón de Molino hubiera dejado de latir, y en su lugar quedara solo un frío latente que calaba hasta los huesos.

Las casas, con sus techos cubiertos de musgo y paredes resquebrajadas por el tiempo, parecían cargar el peso del clima. El bullicio habitual de los niños jugando había sido reemplazado por el eco lejano de pasos apresurados y murmullos ahogados, como si hasta el aire pidiera silencio. Los árboles desnudos, esqueléticos y oscilantes bajo el viento gélido, se alzaban como testigos mudos de un invierno que se avecinaba.

Álvaro, desde la ventana de su habitación, contemplaba el escenario. Era como si Molino reflejara exactamente lo que él sentía: un vacío abrumador, una tristeza persistente que no daba tregua. La neblina que cubría la ciudad no era distinta de la que velaba su mente. Todo era un gris monótono, sin luces ni colores, sin promesas de claridad.

Pasaba los días sentado en su habitación, abrazando sus rodillas y mirando al suelo, como si el mundo fuera demasiado grande y cruel para enfrentarlo. Las horas se le escapaban entre pensamientos oscuros que giraban en torno a sus fracasos. Recordaba cómo había intentado todo para hacer sentir orgullosos a sus padres: los trabajos que dejó, los proyectos que nunca prosperaron, y cómo cada intento parecía hundirlo más en lugar de elevarlo.

La figura de Alice se colaba en su mente como un eco doloroso. Había sido una de las pocas personas que alguna vez creyó en él, y, sin embargo, logró alejarla. Su relación se había desvanecido como todo lo demás en su vida. ¿Cómo no llamar fracaso a esto? pensaba, con el pecho encogido por el peso de sus emociones. Todo lo que tocaba, todo lo que intentaba, terminaba desmoronándose. Incluso su supuesta pasión por escribir, aquella que alguna vez le hizo soñar, no era más que un escape efímero que se desvaneció como tinta diluida en agua.

"Nada funciona, nada sirve." Ese pensamiento lo perseguía, le golpeaba la mente como una verdad irrefutable. Había dado todo de sí, o al menos eso creía, y no había recibido más que vacío a cambio.

Entre los días grises y las noches interminables, Álvaro comenzó a buscar una razón, una explicación, algo o alguien a quien culpar. No podía aceptar que simplemente no era lo suficientemente bueno, que todo lo que había intentado falló por su propia mano. Necesitaba señalar un rostro, una figura. Entonces, su mente regresó a Kynicos, aquel anciano que, con palabras llenas de enigmas, había encendido en él una chispa de ilusión.

"¿Para qué? ¿De qué sirvió todo eso?" se preguntaba con amargura.

La idea de que podía cambiar algo, de que podía pintar ese supuesto "lienzo en blanco" de su vida, solo había añadido peso a su fracaso. La esperanza que Kynicos le dio se había convertido en el peor de los castigos. Álvaro comenzó a verlo no como un sabio, sino como un charlatán, un viejo loco que jugaba con las mentes débiles de quienes no tenían nada. "Él es el culpable," se decía, alimentando su rabia. "Fue su culpa por hacerme creer que podía cambiar algo."

La rabia crecía dentro de él, una mezcla tóxica de enojo y tristeza. En su mente, Kynicos era el causante de todo. Había plantado esa idea absurda de esperanza, y ahora Álvaro no veía más que ruinas.

Sentado en el suelo de su cuarto, Álvaro abrazó sus rodillas con fuerza. Su cuerpo estaba inmóvil, pero su mente era un torbellino de emociones. El frío se colaba por las grietas de la ventana, pero no lo sentía. Todo su ser estaba consumido por la necesidad de enfrentarse a Kynicos, de decirle lo que pensaba, de acusarlo de todo el dolor que sentía.

Finalmente, con un impulso que nació del enojo y la desesperación, Álvaro se levantó de golpe. Sus piernas estaban entumecidas por el tiempo que había pasado sentado, pero no le importó. Salió de su cuarto sin decir una palabra a sus padres, quienes apenas alcanzaron a ver su sombra desvanecerse por la puerta. Caminaba rápido, con los puños cerrados y la mirada fija en el suelo. La rabia le daba fuerzas, le hacía ignorar el frío que lo envolvía.

Las calles de Molino estaban casi desiertas, cubiertas por la misma neblina que se había asentado en su alma. El sonido de sus pasos resonaba en el pavimento mojado, y su aliento formaba pequeñas nubes que se disipaban en el aire helado. Las luces de los faroles titilaban, débiles, como si también estuvieran perdiendo la voluntad de existir.

El mundo a su alrededor era un reflejo de su interior: roto, frío, desprovisto de esperanza. Pero en ese momento, Álvaro no buscaba esperanza. Buscaba a Kynicos. Buscaba enfrentarlo, arrojarle todo el peso de su enojo, hacerle entender que su vida era un desastre por su culpa.

Caminaba con pasos cada vez más decididos, dejando atrás las calles conocidas, las esquinas familiares. La figura de Kynicos lo guiaba en su mente como un faro de culpa, y Álvaro estaba dispuesto a encontrarlo, a gritarle todo lo que llevaba dentro.

Y así, con la neblina cubriendo Molino y su mente llena de rabia, Álvaro continuó su marcha hacia el anciano que, según él, era el responsable de todo.




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