El fracaso de Álvaro

Capítulo 26: El Último Encuentro

La neblina en Molino parecía más densa aquel día, como si la misma ciudad respirara un aire de desolación. Álvaro avanzaba con pasos rápidos pero pesados, impulsado por la rabia que le corroía el pecho. El enojo no era un fuego ardiente, sino un frío gélido que lo helaba desde el interior, mientras las palabras de Kynicos resonaban en su mente como un eco burlón.

"La vida es un lienzo en blanco..."

"Los matices de tu felicidad..."

"La existencia más allá de la vista..."

Eran frases que ahora le parecían absurdas. "¿De qué sirvieron esas palabras si todo ha resultado en fracaso?" pensaba, apretando los puños hasta que sus uñas le marcaban la piel. Había salido de casa decidido a encontrar al anciano y reclamarle por haberle dado una falsa esperanza, por haberlo hecho creer que podía cambiar algo en su vida cuando todo, absolutamente todo, se había desmoronado.

El viento frío le azotaba el rostro mientras cruzaba las calles semi vacías. Las pocas personas que caminaban por Molino lo miraban con extrañeza, pero Álvaro estaba demasiado absorto en su tormenta interna como para notarlo. Sus pensamientos eran como una avalancha que lo aplastaba con preguntas sin respuesta. "¿Por qué me dijo esas cosas? ¿Qué derecho tenía a llenarme de ilusiones cuando sabía que en este mundo no se debe soñar?"

Cuando llegó al lugar donde siempre veía a Kynicos, su corazón dio un vuelco. La esquina estaba vacía. No estaba el anciano sentado en su lugar habitual, ni su bastón descansaba a su lado. Solo había un sobre desgastado, colocado con cuidado sobre el banco donde Kynicos solía estar. Álvaro se detuvo en seco, sintiendo cómo la furia que lo había impulsado hasta allí comenzaba a transformarse en algo que no podía describir.

Miró a su alrededor con desesperación. "¿Dónde está?" gritó en su mente. Apretó los dientes y comenzó a preguntar a las pocas personas que pasaban cerca.

—Disculpe, ¿ha visto al señor que siempre está aquí? —le preguntó a una mujer mayor que caminaba con una bolsa de mandado.

Ella lo miró confundida.

—¿Señor? No sé de quién habla, joven.

Frustrado, Álvaro intentó con otra persona y luego con otra más. Nadie parecía conocer a Kynicos. Cada respuesta negativa aumentaba la sensación de irrealidad, como si el anciano nunca hubiera existido, como si fuera un fantasma que solo él había visto. Hasta que, finalmente, un hombre de mediana edad se detuvo, observándolo con cierta cautela.

—¿El señor mayor que siempre estaba aquí? —preguntó el hombre, frunciendo el ceño.

—Sí, ese señor. ¿Sabe dónde está? —respondió Álvaro con urgencia.

El hombre suspiró y, tras una breve pausa, dijo:

—Falleció ayer. Lo encontraron sentado aquí. Parece que nadie lo conocía ni lo reclamó, así que lo llevaron al Lago del Olvido, donde descansan los cuerpos que no tienen familia.

Las palabras cayeron como un martillo sobre Álvaro. Su mente se quedó en blanco, y sus piernas temblaron hasta que no pudieron sostenerlo más. Cayó de rodillas en el suelo frío, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. La rabia que lo había consumido desapareció, reemplazada por una sensación de vacío absoluto.

—¿Kynicos...? —murmuró con incredulidad, mientras las lágrimas brotaban sin control.

El viento pareció intensificarse, arrastrando consigo las hojas secas que se arremolinaban a su alrededor. El mundo entero parecía haberse detenido, y Álvaro permaneció inmóvil, con la mirada clavada en el banco vacío.

Después de lo que le pareció una eternidad, Álvaro se levantó con un esfuerzo enorme, como si cada fibra de su ser se resistiera a moverse. Sus piernas estaban débiles, y su mente era un torbellino de emociones que no podía ordenar. Miró el sobre que había en el banco.

Por un momento dudó en tomarlo, pero algo en su interior, una voz tenue y casi apagada, le dijo que debía hacerlo. Extendió la mano temblorosa y lo recogió. La textura del papel era áspera, y en la parte frontal solo había una palabra escrita con una caligrafía cuidadosa: Álvaro.

Abrió el sobre con manos temblorosas, sacó una hoja doblada en cuatro y comenzó a leer.

"Álvaro,

Por mis casi ochenta años he visto de todo, desde la grandeza hasta la humillación. Mis ojos fueron testigos del pasar de muchos años soñando con los ojos despiertos, hasta que la realidad no me permitió seguir soñando. Abandone cualquier esperanza, pues a mi edad es difícil creer que algo pueda cambiar la percepción de las cosas.

Pero la vida, Álvaro, tiene maneras de sorprendernos que desafían la lógica. La vida prepara cosas que no son explicables para quienes limitan su vista a lo inmediato. Creemos que lo que miran nuestros ojos es toda la verdad, pero no es más que un ángulo limitado.

Un día soñé con impartir conocimiento al mundo. Quería enseñar, cambiar mentes, iluminar almas. Pero la gente me marginó, me empujó a un silencio que acepté como derrota. Creí que mi sueño había muerto. Creí que yo había muerto. Sin embargo, nunca imaginé que ese silencio sería el preludio para algo más importante.

Álvaro, cuando te vi por primera vez, me recordaste a mí mismo, a ese joven lleno de sueños que sentía que el mundo le había arrebatado todo. Pero también vi en ti algo que yo ya había perdido: la chispa de intentar, incluso cuando todo parece estar en contra. Comprendí entonces que todo lo que había vivido, todos mis fracasos y desilusiones, me habían preparado para ese momento, para ese encuentro contigo.




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