El Lago del Olvido era un lugar al que pocos se atrevían a ir. Ubicado en las afueras de Molino, rodeado de colinas cubiertas por una neblina eterna, tenía una reputación que inspiraba tanto respeto como temor. Los lugareños hablaban de él en susurros, describiéndolo como un espacio donde el tiempo parecía detenerse, donde el agua, oscura como el carbón, absorbía los últimos vestigios de quienes eran llevados allí. Nadie visitaba ese lugar por voluntad propia; era un destino final para aquellos que el mundo había olvidado.
Álvaro llegó al borde del lago con el corazón pesado y la mente desbordada de pensamientos. El agua reflejaba la oscuridad del cielo como un espejo quebrado, y la neblina que lo rodeaba convertía el paisaje en algo irreal, casi sacado de una pesadilla. Frente a él, una pequeña piedra sobresalía del suelo, colocada de manera descuidada. En ella, alguien había grabado apresuradamente una fecha: el día anterior.
Sabía que ese era el lugar donde descansaban los restos de Kynicos. Y, por primera vez en mucho tiempo, Álvaro sintió que no tenía palabras. Quería gritar, maldecir, reclamar. Pero el peso de la situación lo dejó inmóvil.
Respiró profundamente, intentando dominar el temblor en sus piernas. Finalmente, sus emociones encontraron un canal, y las palabras comenzaron a brotar de él como un río desbordado.
—¡Kynicos! —gritó, con la voz rota por el enojo y la tristeza—. ¿Por qué te fuiste sin responder mis dudas? ¡Me dejaste aquí, solo, con un millón de preguntas!
El eco de su voz se perdió en la neblina, y el silencio que siguió fue ensordecedor. Álvaro cayó de rodillas frente a la piedra, sus manos apoyadas en el suelo frío y húmedo.
—Todo este tiempo... Todo este maldito tiempo pensé que tenía algo de esperanza. —Su voz comenzó a quebrarse—. Pero ¿cómo alguien como tú pudo acabar así? Solo, olvidado, en un lugar como este.
El enojo que había traído consigo desde Molino comenzó a disiparse, dejando lugar a una tristeza profunda y abrumadora. Lágrimas calientes corrieron por sus mejillas, marcando surcos en su piel mientras sollozaba con fuerza.
—No es justo, Kynicos. —dijo entre lágrimas—. No es justo que te fueras cuando más te necesitaba. Necesitaba tus palabras, tus respuestas. Necesitaba entender... entender algo. Pero ahora no hay nadie que me diga qué hacer.
Álvaro permaneció allí, llorando desconsoladamente, su cuerpo temblando bajo el peso de sus emociones. La neblina se arremolinaba a su alrededor, como si el lago compartiera su dolor.
Después de un largo rato, Álvaro levantó la mirada hacia la piedra. Su respiración era irregular, y sus ojos estaban enrojecidos por las lágrimas. Se limpió el rostro con las mangas de su chaqueta y dejó escapar un suspiro profundo.
—Sabes, Kynicos... nunca te conté de mí. Nunca te dije qué pasó para que me sintiera así. Tal vez no lo hice porque ni siquiera yo entendía cómo llegué a este punto.
Hizo una pausa, tomando aire antes de continuar.
—Todo comenzó en Candás, una ciudad que probablemente nunca conociste. Es enorme, diez veces más grande que Molino. Allí hice mi carrera profesional. —Álvaro dejó escapar una risa amarga—. Tal vez no lo creerías, pero soy economista.
Se quedó en silencio por un momento, mirando la piedra como si esperara una reacción.
—Sé que nunca te escuché reír, pero estoy seguro de que lo harías si me vieras ahora. Un economista fracasado, sentado frente a un lago, hablando con un hombre que ya no está. —Sus palabras se llenaron de una tristeza que era casi palpable—. Pero bueno, déjame seguir.
Álvaro ajustó su postura, como si quisiera estar más cómodo para el peso de lo que estaba a punto de confesar.
—Cuando terminé la universidad, comencé a trabajar en una empresa desde lo más bajo. Allí conocí a personas que se convirtieron en mi mundo. Salimos de la misma universidad y comenzamos en la misma empresa. Éramos como una familia. Nos apoyábamos, compartíamos sueños... o al menos eso creía.
Su voz tembló al recordar.
—Era bueno en lo que hacía, Kynicos. Muy bueno. Llevaba la estadística como nadie. Incluso mis jefes lo reconocían. Y cuando llegó el momento, nos ascendieron a subgerentes. Fue uno de los momentos más felices de mi vida. Pensé que estaba a punto de hacer sentir orgullosos a mis padres, de devolverles algo por todo el esfuerzo que hicieron para que yo pudiera estudiar.
Álvaro se detuvo y respiró profundamente, sintiendo cómo el dolor de aquellos recuerdos se clavaba en su pecho.
—Cuando se abrió la vacante para gerente, pensé que era mi oportunidad. Pero no contaba con que esas personas, mis amigos, usarían mi nombre para cosas fraudulentas. Querían asegurarse de que yo no llegara a ser gerente, porque tenían un plan. Iban a tomar ese puesto uno por uno, dejando claro que yo no tenía cabida.
Su rostro se contrajo en una expresión de amargura.
—Fui despedido, humillado, y después enfrenté un proceso judicial por esos fraudes. Lo perdí todo, Kynicos. Todo. Mi dinero, mi reputación, mi confianza en las personas. Durante meses, viví en la calle, en una banca como esta. Y ni uno solo de esos ‘amigos’ me dio la cara.
Álvaro dejó caer la cabeza, mirando al suelo.