Álvaro regresó a casa desde el lago del olvido como un hombre quebrado. Cada paso que daba hacia Molino se sentía más pesado, como si cargara el peso de una piedra que nunca podría dejar caer. Al cruzar el umbral de su hogar, sus padres lo recibieron con preocupación, pero no dijeron nada. Quizá entendieron que, en ese momento, sus palabras no podrían alcanzarlo.
Durante días, Álvaro permaneció en silencio, atrapado en una tristeza que parecía no tener fin. Se sentaba frente a la ventana de su habitación, viendo cómo la vida en Molino seguía su curso. La neblina ya no envolvía la ciudad, pero en su interior, seguía atrapado en esa bruma fría y opresiva.
Una noche, mientras sostenía la carta de Kynicos, una idea comenzó a tomar forma en su mente. Era un pensamiento que había intentado evitar, pero que ahora se hacía inevitable. Si quería seguir adelante, tenía que volver a Candás, a ese lugar donde su vida había comenzado a desmoronarse. No buscaba venganza ni justicia, sino respuestas.
El viaje a Candás fue un acto de valentía silenciosa. Álvaro no le dijo a sus padres a dónde iba; sabía que intentarían detenerlo o, al menos, preocuparse más de lo que ya lo hacían. Con el poco dinero que tenía, compró un boleto de autobús y partió al amanecer.
Cuando llegó, la ciudad lo recibió con un aire familiar, pero distante. Las calles estaban llenas de vida, con gente apresurada y autos que transitaban sin descanso. Candás parecía tan vibrante como siempre, pero para Álvaro, era un lugar cargado de sombras.
Caminó por las avenidas que una vez había recorrido con sueños en el corazón. Pasó frente a los cafés donde solía reunirse con sus antiguos amigos, aquellos que, en su momento, eran más familia que compañeros de trabajo. Cada rincón de la ciudad parecía recordarle lo que había perdido.
Finalmente, llegó a la empresa donde había trabajado. El edificio seguía imponente, con su fachada de vidrio reflejando el cielo. Álvaro se detuvo frente a la entrada, sintiendo cómo los recuerdos volvían a inundarlo. Respiró hondo y entró.
Dentro del edificio, todo estaba casi igual. La recepción, los pasillos, incluso el aroma a café recién hecho que llenaba el aire. Se acercó al mostrador y preguntó por las personas que habían sido sus amigos: Luis, Marcela y Ernesto.
—¿Ellos? Sí, todavía trabajan aquí —respondió la recepcionista, con un tono profesional pero distante.
Álvaro pidió hablar con alguno de ellos, y tras unos minutos de espera, apareció Luis, el líder no oficial del grupo que una vez había sido su círculo más cercano. Luis parecía mayor, su rostro marcado por el estrés, pero aún mantenía esa actitud confiada que siempre lo había caracterizado.
—Álvaro... —dijo Luis, con una mezcla de sorpresa y nerviosismo—. No esperaba verte por aquí.
Álvaro lo miró con una calma que no sentía. Había ensayado este momento en su mente cientos de veces, pero ahora que estaba frente a Luis, no sabía por dónde empezar.
—Necesitaba hablar contigo —dijo Álvaro finalmente, con voz firme.
Luis asintió, algo incómodo, y lo condujo a una sala de reuniones vacía. Una vez dentro, Álvaro cerró la puerta y se enfrentó a él.
—Solo quiero saber por qué —dijo Álvaro, y su voz se quebró ligeramente—. ¿Por qué me hicieron eso? Éramos amigos, ¿no?
Luis suspiró, evitando la mirada de Álvaro.
—Álvaro, no sé qué decirte. Fue... fue una decisión complicada.
—¿Complicada? —repitió Álvaro, con una mezcla de incredulidad y amargura—. Usaste mi nombre para fraudes. Me arruinaste la vida. ¿Qué tenía de complicado?
Luis finalmente lo miró, y en sus ojos había algo que Álvaro no esperaba: una pizca de remordimiento.
—Sí, lo hicimos. No puedo negarlo. Pero fue por miedo. Tú siempre eras el mejor en todo, Álvaro. Todos lo sabían. Si te ascendían a gerente, nosotros nos quedaríamos estancados. Así que... tomamos una decisión para protegernos.
Álvaro sintió como si le hubieran dado un golpe en el estómago. "Protegerse," pensó. "¿De mí?"
—¿Y qué ganaron? —preguntó, con una amargura que no podía ocultar—. ¿Valió la pena destruir a alguien que consideraban su amigo?
Luis no respondió de inmediato. Bajó la mirada y, después de un largo silencio, dijo:
—No lo sé. Supongo que sí. Tenemos buenos puestos ahora. Pero... no, Álvaro. No hay un día en que no piense en lo que hicimos.
Esa confesión, aunque sincera, no trajo consuelo a Álvaro. No había justicia en esa respuesta, ni reparación. Solo había la cruda realidad de que lo habían traicionado por conveniencia.
Álvaro salió de la sala con una sensación extraña. Había confrontado a Luis, pero no sentía alivio. No sentía nada. Mientras caminaba por los pasillos de la empresa, se cruzó con Marcela y Ernesto. Sus miradas lo reconocieron de inmediato, pero ninguno se acercó.
La verdad se hizo evidente para Álvaro en ese momento: estas personas, a las que había considerado amigos, ya no formaban parte de su vida. No tenía sentido aferrarse al dolor que le habían causado. Ellos habían elegido su camino, y él debía elegir el suyo.
Dejó la empresa con pasos más firmes que cuando entró. La ciudad de Candás, con todo su bullicio y movimiento, ya no le parecía tan intimidante. Ahora era solo un lugar, no el centro de su mundo. Y con eso en mente, decidió que era momento de regresar a Molino.