La tarde caía sobre Molino, pintando las calles con tonos cálidos que contrastaban con el frío habitual del pueblo. Álvaro estaba sentado en su habitación, frente a la ventana que daba al pequeño jardín trasero. Un cuaderno abierto descansaba sobre su escritorio, pero su pluma no se movía. Durante días había intentado escribir, pero las palabras se le escapaban como arena entre los dedos.
Se reclinó en la silla, dejando que sus pensamientos fluyeran libremente. Algo dentro de él estaba cambiando, una idea que se había estado gestando desde su regreso de Candás, desde su conversación con sus padres, y desde el momento en que leyó la carta de Kynicos. Por primera vez, Álvaro dejó de resistirse a sus emociones. Cerró los ojos y dejó que su mente recorriera todo lo que lo había llevado hasta este punto.
Por años, Álvaro había perseguido algo que nunca pudo alcanzar. Siempre creyó que debía ser alguien digno de admiración: un profesional exitoso, un hijo ejemplar, un amigo leal. Pero en cada intento, algo parecía salir mal.
En Candás, trabajó con todo su esfuerzo, creyendo que su dedicación lo llevaría al éxito y a ganarse el respeto de sus padres. Pero todo se desmoronó cuando las personas que consideraba amigos lo traicionaron. Había tratado de olvidar esa parte de su vida, pero el dolor seguía ahí, como una herida que nunca terminaba de sanar.
En Molino, las cosas no habían sido distintas. Su intento de reconectar con la vida lo llevó a conocer a Alice, y por un momento pensó que quizás había encontrado un propósito. Pero incluso en eso falló. Su avaricia por impresionar y su miedo al rechazo lo alejaron de lo único genuino que había encontrado en mucho tiempo.
"¿Por qué siempre es lo mismo?" pensó Álvaro. "¿Por qué no puedo hacer nada bien?"
Mientras observaba el jardín trasero, algo comenzó a hacerse claro en su mente. Había pasado tanto tiempo persiguiendo expectativas externas que nunca se detuvo a preguntarse qué era lo que realmente quería. Su vida había sido una constante lucha por cumplir con estándares que no eran suyos, por alcanzar metas que otros habían impuesto.
Recordó las palabras de Kynicos en su carta: "No pintamos solo en nuestro lienzo, sino en los de otros. Algunas manchas son hermosas, otras, dolorosas, pero todas forman parte de un cuadro más grande."
Álvaro comenzó a entender. No era el fracaso lo que lo había destrozado, sino la forma en que lo había interpretado. Había visto cada tropiezo como un signo de su falta de valor, pero nunca se había detenido a pensar que esos errores también lo habían moldeado, que eran pinceladas en un lienzo que aún no estaba terminado.
"Mi fracaso no es perder un trabajo, ni decepcionar a alguien, ni fracasar en el amor," pensó. "Mi verdadero fracaso fue no aceptarme, no entender que esas cosas no me definen."
Por primera vez en años, Álvaro sintió un leve destello de paz. No era una paz completa ni permanente, pero era un comienzo. Entendió que el perdón que necesitaba no venía de sus padres, ni de sus amigos, ni de Alice. Venía de él mismo.
Había cargado con la culpa de no ser suficiente, de no cumplir las expectativas, de ser un "fracaso." Pero ahora veía que ese peso solo lo había apartado de lo que realmente importaba: vivir. Así recordó esas palabras de Kynicos cuando pregunto a que se dedicaba, la primera vez que lo conoció “Me dedico a vivir, joven Álvaro”.
"El fracaso," pensó Álvaro, "no es caer. El fracaso es dejar que esas caídas definan quién eres."
El sol comenzaba a ocultarse, tiñendo el cielo de un anaranjado intenso. Álvaro tomó el cuaderno que estaba frente a él y comenzó a escribir, no con la intención de impresionar a nadie, sino para ordenar sus pensamientos:
"Fracasar es humano. Es inevitable. Pero en algún punto, confundí los errores con el valor personal. Me convencí de que no ser perfecto significaba no ser digno. Hoy entiendo que la perfección no es lo que da sentido a la vida. Son las cicatrices, las caídas, las manchas en nuestro lienzo las que forman el cuadro completo."
Álvaro sabía que no había alcanzado la claridad absoluta. Todavía había muchas preguntas sin respuesta, muchas dudas y miedos que lo acompañarían en el camino. Pero algo dentro de él había cambiado: ya no se veía como un hombre derrotado, sino como alguien que aún tenía tiempo para pintar algo diferente en su lienzo.
Dejó la pluma sobre el escritorio y salió al jardín. El aire frío de Molino lo recibió, pero esta vez no lo sintió como una amenaza. Levantó la vista al cielo y, por primera vez en mucho tiempo, se permitió imaginar un futuro, no como una obligación o una expectativa, sino como una posibilidad.