El amanecer llegó con suavidad, como si el sol supiera que debía ser delicado en su entrada a Molino. La luz dorada se filtró por las cortinas de la habitación de Álvaro, despertándolo con una calidez inusual. Abrió los ojos lentamente, sintiendo una mezcla de serenidad y propósito que no había sentido en mucho tiempo.
Se levantó, se vistió con calma y bajó a la cocina, donde sus padres ya estaban preparando el desayuno. El aroma del café recién hecho llenaba el aire, y el sonido del cuchillo cortando pan resonaba en el pequeño espacio. Álvaro se unió a ellos, ayudando a poner la mesa.
—Hoy tengo algo importante que hacer —dijo, rompiendo el silencio mientras se sentaba a desayunar con ellos.
Sus padres lo miraron con curiosidad, pero no preguntaron de inmediato. Era evidente que Álvaro estaba diferente. Había algo en su postura, en su mirada, que reflejaba una determinación nueva.
—Papá, ¿me puedes prestar un cincel? —preguntó, mientras untaba mantequilla en una rebanada de pan.
Su padre levantó la vista, sorprendido por la solicitud.
—¿Un cincel? Claro, hijo. Pero... ¿para qué lo necesitas?
Álvaro sonrió ligeramente.
—Es algo personal, algo que necesito hacer. Prometo cuidarlo.
Su padre asintió después de un momento de duda y fue al cobertizo a buscar la herramienta. Al regresar, se la entregó a Álvaro, quien la sostuvo con cuidado, como si fuera algo más que un simple objeto.
—Gracias, papá —dijo, con una sinceridad que desarmó cualquier pregunta adicional.
Tras terminar su desayuno, Álvaro se despidió de sus padres y salió de la casa. Caminaba con paso firme, con el cincel en una mano y su mente centrada en lo que estaba a punto de hacer. El aire fresco de la mañana lo acompañaba, y aunque su corazón estaba lleno de emociones, su determinación lo mantenía en marcha.
El camino al Lago del Olvido siempre parecía más largo de lo que realmente era. La neblina eterna que rodeaba ese lugar se hacía más densa a medida que se acercaba, como si intentara proteger el lago de las miradas curiosas. Pero Álvaro no se detuvo. Sabía exactamente a dónde iba y qué tenía que hacer.
Al llegar, el paisaje era tan imponente como siempre. El agua oscura del lago reflejaba el cielo gris, y la soledad del lugar era casi palpable. Frente a él estaba la piedra que marcaba la tumba de Kynicos, con la fecha grabada apresuradamente por alguien que no había sabido qué más poner.
Álvaro respiró hondo, sacó el cincel y se arrodilló frente a la piedra. Durante unos segundos, solo miró la superficie áspera, como si estuviera buscando las palabras correctas antes de grabarlas. Finalmente, comenzó a trabajar.
Cada golpe del cincel resonaba en el aire silencioso, como un eco que desafiaba el nombre del lago. Con paciencia y cuidado, Álvaro fue trazando las letras, deteniéndose de vez en cuando para limpiar el polvo de piedra que caía al suelo. No le importaba cuánto tiempo le tomara; lo único que importaba era lo que estaba dejando atrás.
Cuando terminó, se sentó frente a la piedra y leyó en voz baja lo que había grabado:
"Kynicos, El Filósofo del Lienzo. Aquí descansa una persona que es inmortal porque su recuerdo permanecerá en los que aprendimos del gran maestro."
Álvaro dejó caer el cincel suavemente al suelo y miró la inscripción. Por primera vez, sentía que había hecho algo que realmente importaba, aunque fuera en un pequeño rincón del mundo.
—Vengo a despedirme, Kynicos —dijo en voz alta, como si el anciano pudiera escucharlo.
Se sentó junto a la piedra, dejando que las palabras fluyeran como si estuviera hablando con un viejo amigo.
—Necesito continuar pintando mi lienzo —continuó—. Y aunque te confieso que no estoy seguro de nada, y temo demasiado lo que pueda pasar, estoy listo para vivirlo.
Hizo una pausa, mirando el lago y la neblina que lo rodeaba.
—Quisiera poder hacerte un monumento que representara de verdad lo mucho que una palabra en ese momento de angustia significó en mi vida. Pero creo que entenderás que no tengo los recursos para hacerlo. Tal vez, como fue desde que te vi, la gente ni siquiera recuerda que estuviste entre nosotros.
Álvaro dejó escapar un suspiro profundo y continuó, con una mezcla de tristeza y aceptación en su voz.
—Y creo que eso es una lección valiosa para un pensamiento que siempre tuve. Pensaba que la gente siempre estaba pendiente de lo que hiciera, pero me doy cuenta de que el mundo continúa con uno o sin uno. Sigue la vida como si nada pasara.
El silencio que siguió fue casi ensordecedor, pero Álvaro no lo interrumpió. Miró la piedra y el lago, como buscando la confirmación de algo que ya sabía.
—Tal vez somos pocos los que lamentamos tu partida, y a nadie más parece importarle. Y te aseguro que me da coraje. Quisiera prometerte que haré que todos recuerden tu nombre, pero sabes que te estaría mintiendo.
Su voz se quebró ligeramente, y una lágrima solitaria recorrió su mejilla.
—Lo que sí puedo prometerte es que para mí siempre serás recordado.
Álvaro sonrió, aunque sus ojos seguían llenos de lágrimas.