Altoona, Pensilvania.
Samuel Slater salió de la vieja casa de su padre hacia el jardín delantero buscando a su hermana. Era una noche de verano, y se escuchaba el cantar de los grillos en los árboles; la brisa cálida hacía desear meterse a un recinto con aire acondicionado, pero en su casa no había, así que, después de todo, afuera estaba más fresco.
De todos modos, por esta zona no era recomendable ir por allí en la oscuridad, aunque eso Cassie ya lo sabía.
La encontró sentada junto a los setos de la señora Wilson, tan bien cuidados como siempre, y se sentó a su lado en el bordillo del andén.
Cassie lucía un pantalón corto de jean y una simple blusa de tiras de colores. Su cabello castaño oscuro estaba recogido, y gracias a la luz de las farolas, se veía el brillo de las lágrimas en sus ojos.
Se estuvieron en silencio por varios minutos, mirando la niebla entre los añosos árboles de la calle, y de vez en cuando se escuchaban los sollozos de Cassie.
—Lo siento —sollozó ella, y metió su cabeza entre sus rodillas, como si quisiera abrir un agujero en la tierra y meterse allí por una eternidad—. Lo siento tanto—. Samuel levantó su mano y la abrazó—. No quería fallarles así…
—No nos has fallado… —dijo con voz tierna y grave, pero eso no apaciguó a Cassie.
—Esto echa a perder todos nuestros planes.
—No es cierto…
—Y no quiero abortar —siguió ella, moviendo su cabeza para mirarlo de frente—. Lo pensé, lo pensé muy bien, y me da mucho miedo… De hecho, me da más miedo que tú y papá furiosos y decepcionados de mí. Tendré este bebé, Sam.
—Está bien.
—No, no está bien —volvió a sollozar ella—. Sólo tengo veinte años… y mi trabajo no es que me esté pagando en oro…
—No tengas miedo —le pidió él acercándola con su brazo y besando su cabello—. Cuando me gradúe, seré un ejecutivo con una muy buena paga, y luego, un exitoso empresario. Mi sobrino, o sobrina, lo tendrá todo, porque a pesar de que tú entres a la universidad luego de que yo haya salido, serás también una profesional. El bebé no altera nuestros planes.
—Sólo los hace más difíciles de conseguir.
—Por un tiempo —admitió él—. Pero no estás sola… En ningún momento, Cassie—. Los ojos de ella volvieron a inundarse de lágrimas, y lo abrazó con toda su fuerza.
Ah, adoraba a este tonto de cabeza dura, sonrisa fácil y convicciones firmes. Era, junto a su padre, su pilar en la vida, su ejemplo a seguir, casi su mitad, pues habían compartido útero y nacieron con una diferencia de sólo minutos.
La pobreza trae pobreza, decían por allí, y era muy común que jovencitas sin estudios superiores como Cassie, venidas de ninguna parte, procrearan sin son ni ton. Ella había cometido el error de acostarse con un hombre que luego se hizo el sordo cuando le notificó de su embarazo, y ahora tenía que apechugar.
Afortunadamente, su hermano estaba allí; sólo su apoyo moral ya le daba un gran alivio.
—Siento poner esta carga sobre tus hombros—. Samuel sólo suspiró.
—Te apoyaré en todo lo que esté en mi mano —le prometió él—, pero al fin de cuentas, serás tú quien lleve la mayor parte de esa carga, Cassie. Yo me iré a la universidad, y aunque vendré para el nacimiento, y estaré en las fiestas y las vacaciones todo lo que me sea posible, serás tú quien sufra las náuseas, los antojos, los dolores, los trasnochos…
—Oh, no hables de eso, que me entran ganas de salir corriendo —Samuel sonrió.
—Y papá te ayudará —dijo—. No lo viste, pero, luego de la primera impresión, creo que lo hace feliz ser abuelo.
—¿Tú crees?
—Sí, lo creo. Tal vez no vaya a aplaudirte, pero tampoco te dejará sola—. Cassie suspiró apoyando su cabeza contra la de él, sintiéndose mucho mejor.
—Ojalá sea una niña —dijo de pronto.
Ocho meses después de aquella conversación, nació Harper; y tal como lo prometió, Samuel tomó un autobús desde el estado de Massachusetts, donde estaba su universidad, hasta Pensilvania. Sólo pudo estar con ella unas pocas horas, pues tuvo que regresar el mismo día debido a todas sus obligaciones, pero consiguió tener en sus brazos a su bella sobrina y besar a su hermana en la frente mientras al fin se daba un respiro luego de la dura labor de traer a su hija al mundo.
—Bienvenida, Harper —le dijo a la pequeña y preciosa carga que llevaba en sus brazos, arrullándola con suavidad, temiendo hacerle daño, y al mismo tiempo, deseando apretarla muy fuerte entre sus brazos—. Soy tu tío, el tío Sam. ¿No es apropiado? Nada te va a faltar, te lo prometo. Ahora eres una razón más para trabajar mucho y superarme—. En el momento, Harper arrugó su carita, asomó su lengua blanca y rosada y bostezó estirándose como una gatita, pero al tiempo volvió a relajarse y siguió dormida.
El corazón de Samuel quedó totalmente cautivado. Desde ahora, hasta su muerte, ella era el amor de su vida.
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Editado: 13.04.2022