Ciudad de Nueva York.
—No puedes hacerme esto —protestó Catherine caminando tras su madre a través de los pasillos del enorme apartamento en el que había vivido la mayor parte de su vida. Laverne Brown simplemente ignoró a su hija y se sentó tras un escritorio de álamo, elegante y enorme, que ocupaba casi toda la habitación—. Mamá, te lo advierto, no me hagas esto.
—¿Qué es ese castigo tan grande que crees que te estoy infringiendo?
—No voy a casarme con Oliver White. En primer lugar… ¡No siento nada por él! En segundo, ¡es un idiota!, y en tercero… Me gustaría, si algún día me caso, elegir al hombre por mí misma.
—¿Cómo que no sientes nada por él? —replicó Laverne, como si hubiese sido lo único que Catherine dijera—. ¿No has sido su novia desde hace…?
—¡Nunca he sido su novia! Sólo amigos, amigos del club, de fiestas y paseos, eso no me hace su novia… Lo sabrías si escucharas algo de lo que te digo, pero…
—Entonces son buenos amigos. Eso es suficiente. No necesitas sentir nada demasiado especial para casarte…
—¡No! —protestó Catherine en voz alta—. No, mamá, ¡no! —Laverne respiró profundo al ver que su hija se alteraba y le lanzaba miradas acusatorias.
—No puedo creer que a estas alturas de la vida todavía me salgas con tonterías como esa —dijo con voz suave, aunque no amable—. ¿Acaso no te eduqué para que fueras una mujer emocionalmente independiente? ¿Ahora me sales con que quieres sentir cosas especiales por tu marido?
—¿Y qué tiene de malo?
—Tu deber como la heredera de Laverne Inc. no es tener esos sueños tontos de niña. ¡Despierta, ya estás en el mundo real!
—Mamá…
—La familia White está más que dispuesta a pasar por alto nuestras diferencias en riqueza y aceptarte en su familia. Deberías darte por bien servida, ojalá yo hubiese tenido tu suerte. Créeme, todo habría sido más fácil para mí.
—Pero es…
—Te estoy facilitando las cosas y no haces sino quejarte —siguió Laverne sin dejar hablar a su hija, algo muy común en sus conversaciones y que siempre irritaba a la más joven—. Cumplo con mi deber de madre al dejarte bien posicionada en la vida, ¡y sólo lloras!
Catherine miró a su madre con rencor. No era cierto. Nada de lo que acababa de decir provenía de sus sinceros sentimientos.
En primer lugar, Laverne no quería que su hija heredara su preciosa compañía, su marca de maquillaje que la había llevado al éxito internacional. Sólo tenía cuarenta y siete años, por lo tanto, aspiraba estar en la silla de presidencia muchos años más. Cuando, inocentemente, una vez le dijo que sería la mejor en la escuela y la universidad para algún día dirigir la marca, ella sólo se rio y le contestó que siguiera soñando.
En ese momento pensó que lo había dicho porque dudaba de sus capacidades, así que se esforzó muchísimo más. Veía a su madre trabajar de sol a sol, llevarse documentos a casa y estudiarlos hasta altas horas de la noche, y ese se había convertido en su ejemplo a seguir.
Fue muchos años después, luego de que logró ingresar a la MIT, y que gracias a eso los socios empezaron a evaluarla como futura presidente, que le dijo que aprendiera todo lo que pudiera para que algún día iniciara su propia empresa.
No para heredar, no. Para iniciar la suya.
Lo que indicaba claramente que Laverne Brown no veía en su hija a su heredera, sino una competencia. La estaba casando con un idiota hijo de una familia más rica y poderosa sólo para tener excelentes contactos y sacarla a ella de su camino. Dos pájaros de un tiro.
Saber eso ardía y dolía al mismo tiempo.
Para su madre, ella nunca estaría lista; nunca estaría a la altura. Pero lo comprendía sólo ahora, que era adulta y se estaba acercando peligrosamente a sus objetivos. Como todavía dependía económicamente de ella, estaba jugando sucio.
“Yo también sé jugar sucio, mamá”, quiso decirle. “Aprendí de la mejor, tú”.
Toda la educación de Catherine había estado orientada a convertirla en una mujer dura, de acero; de las que pegan antes de ser golpeadas, de las que aplastan antes de sentirse siquiera amenazadas. Pero la que la estaba amenazando ahora era precisamente la mujer más fuerte que ella conocía, así que tendría que callarse sus pensamientos y ser más astuta.
Aunque, la verdad, era que por dentro estaba asustada y dolida.
Había hecho de todo para conseguir la aprobación de Laverne, para estar a la altura de sus exigencias, y cada vez que creía que lo estaba consiguiendo, sucedían cosas como esta.
¿Pero qué se podía esperar de la mujer que acabó con su propio marido?
Cuando estaba pequeña, un día simplemente su madre tomó sus cosas, a ella, y se fue lejos. Rentó un apartamento en Manhattan, la puso en una nueva escuela, y a su padre sólo lo veía muy de vez en cuando. Se estaban divorciando, comprendió.
—No quiero que se divorcien —le había dicho a su madre, llorando—. Quiero que estén juntos otra vez.
—Tu padre es un perro infiel —exclamó Laverne entre dientes—. Como todos los hombres, perro infiel. Te prohíbo que llores por él. No tiene derecho a que lo extrañes. Él nos cambió por una zorra.
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Editado: 13.04.2022