El fuego en tus ojos

4

Catherine miró el cielo encapotado y sintió la baja presión atmosférica tapar sus oídos. Iba a llover, o tal vez este año nevaría por primera vez muy pronto. Se ajustó su bufanda y entró a un salón vacío para concentrarse en estudiar. Su primera opción había sido la biblioteca, pero como era temporada de exámenes, estaba totalmente ocupada de estudiantes que llegaron antes que ella.

Entró y cerró la puerta tras ella, pero luego de andar unos pocos pasos se dio cuenta de que no estaba sola. En el fondo, en una de las mesas, estaba Samuel Slater, que la miraba quitándose de su oreja uno de los auriculares con los que había estado escuchando música, tal vez.

Catherine se quedó allí, de pie y en silencio por varios segundos, preguntándose si devolverse y buscar otro lugar, pero cuando él volvió a ponerse el auricular y a concentrarse en sus libros, ella dejó salir el aire relajándose. Podía estar aquí, a él poco le importaba lo que ella hiciese.

Caminó hacia el estrado del profesor y ubicó en el escritorio sus libros. El silencio del salón era bienvenido, y ella necesitaba estar enfocada.

Pero tras ella estaba Samuel Slater. Su presencia la cohibía un poco, no podía negarlo.

Como sea, se reprendió. Tengo que estudiar.

Se sentó evitarlo mirarlo de frente y estuvo concentrada en sus libros por espacio de una hora. Él no hacía ruido, ni se movía, realmente. 

¿Cómo hacía para estudiar con música? Ella no podía. Terminaba cantando y bailando. Sí, era un poco dispersa.

Concéntrate en lo tuyo.

¿Y cómo hacía para estar allí más de una hora sin moverse? Ella ya se había levantado dos veces, estirado sus dedos, su cuello, cambiado de posición en la silla… 

Ya había evadido mucho esto, se dijo poniéndose en pie y encarando el tablero con su marcador en mano. Hora de pasar a matemática financiera.

Casi pujó.

Esos largos procedimientos no le estaban dando el resultado que se suponía debían dar. Por más meticulosa que fuera, al final, todo estaba mal, y no importaba cuántas veces revisara, el resultado seguía siendo el mismo.

Sacó de una de sus libretas su hoja de fórmulas, que estaba llena de colores, guiños y viñetas para que la ayudaran a comprenderlas, o distinguirlas mejor unas de otras, y recogiéndose el pelo y tomando aire, se embarcó en una nueva operación. 

Poco a poco, fue llenando el tablero con números y más números. Iba despacio, revisando a cada momento, consultando de vuelta sus libros para verificar que así era. 

Sí, así era, se dijo llenándose de esperanza.

El salón estaba lleno de una total quietud, y ella pareció inspirarse, entrar en la zona… y al final. Todo estaba mal.

No, no. Otra vez, no.

Se pasó las manos por la cara masajeándose y queriendo golpearse contra el tablero a ver si así podía entender qué era lo que estaba pasando. 

Se rascó la cabeza y revisó su hoja de fórmulas. Repasó número por número, símbolo por símbolo. Los positivos, los negativos…

—Tu fórmula está errada —dijo la voz de Samuel desde atrás. Él se había puesto en pie y ahora estaba a unos pocos pasos, y Catherine se giró bruscamente. Había olvidado que él estaba en el mismo salón—. Allí —señaló él en el tablero—. El signo debería ser negativo.

—No —dijo ella mirando su hoja de fórmulas—. Está bien, está tal cual… —él se acercó más y miró su hoja de fórmulas. Casi sonrió cuando la vio tan llena de colores y dibujitos.

—Te aseguro que está mal.

—Pero lo copié tal cual el profesor…

—Es un error muy común, no te sientas mal —le dijo él mirando la larga lista de números en el tablero—. El estrés, la saturación, o el cansancio nos llevan a estos errores. Tal vez ese día ya tu cerebro estaba sobrecargado de información—. Él se acercó al escritorio y tomó el borrador de tablero. Casi con un quejido, Catherine vio cómo borraba todo su trabajo, y al llegar a la fórmula, corrigió el símbolo que según él estaba mal.

—Inténtalo así—. Catherine respiró profundo, y tomando el marcador, se embarcó en la nueva operación.

Samuel dio dos pasos atrás y la observó trabajar, totalmente concentrada en su hoja y el tablero, llenando otra vez cada espacio de números. 

Pero su mente pronto ya no estuvo sobre los cálculos que ella realizaba, sino fija en sus manos, su cabello recogido en un moño en la coronilla de su cabeza, la curva de su cuello.

Se cruzó de brazos y volvió la mirada al tablero.

La había visto luchar por largo rato con estos números, y podía haberla dejado sufrir otra eternidad, pero en algún momento, al ver su meticulosidad, su nivel de concentración, o su empeño, algo se movió en él y se le acercó.

Esperaba que ella menospreciara su ayuda, así que estaba un poco sorprendido porque ella la recibía sin protestar.

Chica lista, se dijo.

Clic, pensó Catherine al llegar al final. Sí, Samuel Slater tenía razón, era su fórmula lo que estaba mal, no su procedimiento, y sonrió ampliamente cuando llegó al final y comprobó que todo estaba bien.




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