Valerie
El pueblo de Hollybrooke a principios de diciembre es una postal ofensivamente perfecta. Aunque me especializo en crear bodas, cenas de gala, lanzamientos de productos, tengo que admitir que este lugar es un evento inmersivo de 10/10 que yo jamás podría diseñar. Las casas victorianas están cubiertas de nieve recién caída que cruje bajo mis botas. Hay guirnaldas de pino real y el aire huele a canela, humo de leña y la almendra tostada de los puestos callejeros. Es un paisaje sacado de una bola de nieve y me dan ganas de vomitar por la perfección.
—¡Es como si Papá Noel hubiese creado todo esto! —chilla Hollie, dando saltitos, enfundada en un abrigo de piel falso color chicle que solo ella puede llevar con dignidad, a su lado estaba Mike.
Jenni y Leonard caminan por delante, haciendo comentarios solemnes sobre la “energía cristalina del invierno”. Olivia y Tom van detrás, hablando con la seriedad de quienes discuten tasas de interés. Es la formación de ataque perfecta: Cuatro parejas reales, una pareja coartada. Y la coartada siempre tiene que ser la más convincente.
El problema es la logística del cariño.
En Manhattan, el afecto público es un evento de bajo perfil. Un rápido beso en la mejilla, quizás un brazo entrelazado para cruzar una calle con tráfico. Aquí, en el paraíso alpino, la regla es: Manos entrelazadas y cuerpos cercanos, es decir, distancia cero.
Tom y Olivia caminan con los dedos trenzados, como si hubieran cerrado un trato de diez millones, a veces los miro y lucen tan perfectos que me da un poco de envidia lo que tienen. Son un matrimonio demasiado sólido. Mike y Hollie van abrazados, riéndose de todo como siempre. Su relación es muy bonita, poco pelean y las risas no faltan nunca entre ellos. Por otro lado, Leonard sostiene la mano de Jenni como si fuera un cristal tibetano, ellos en su mundo, siempre son felices también.
Y aquí estoy yo, uniendo mi mano derecha a la mano izquierda de Ethan, fingiendo tener la relación más inesperada del año, que se aman uno al otro, y creando el mejor ambiente amoroso para ambos.
Pura mentira.
La caminata hacia el mercado de artesanos, que es nuestro destino final en el cronograma de la noche, se siente como cruzar un campo minado. Él tiene las manos grandes, calientes y secas; las mías, pequeñas, sudorosas y tensas. El contacto no es un agarre casual. Es un compromiso físico total que me obliga a sentir cada nudillo, cada vena bajo su piel.
No sé por qué estoy tan nerviosa.
—Relájate, reinita —susurra Ethan, con la boca apenas moviéndose, sin dejar de sonreír a Tom que nos mira—. Parece que estás a punto de darle un infarto a mi mano. Es un mercado, no una emboscada.
—Esto es peor que una emboscada —siseo, sonriendo yo también para la galería—. Es una prueba de intimidad. Y estás fallando el protocolo de distancia.
Él sonríe, un destello genuino.
—Estamos en un momento de pareja, Valerie. La presión del cuerpo es parte del guion del espíritu libre. Déjate llevar.
Y con un movimiento sutil que solo yo noto, desliza su pulgar sobre la parte interior de mi muñeca, justo donde tomo el pulso. Es un roce casual, pero la descarga que siento no está en mi lista de reacciones aceptables.
Llegamos al mercadillo de artesanos. El lugar es una explosión sensorial, cientos de pequeñas casetas de madera venden velas, mermeladas, lana tejida y tazas con frases inspiradoras. Mis amigas se dispersan como palomas que encuentran migas de pan.
Jenni, sin embargo, viene directamente hacia mí. Lleva una bolsa de terciopelo marrón con un aire de conspiración.
—Vale —dice, tomando mis manos, así como las de Ethan, con una seriedad cósmica—. Necesito hablar contigo, a solas.
Ethan, el actor más fiel, suelta una de mis manos, se la lleva a los labios, la besa brevemente, y dice con una sonrisa magnética:
—Voy por un café.
Él se va, así que Jenni me arrastra a un rincón, lejos del tráfico de gente.
—Mira, amiga —dice, abriendo la bolsa de terciopelo—. Sé que estás en guerra. Tu aura lo grita. Y te he dicho que este bebé es un ser de mucha luz, pero necesita protección.
Saca un objeto: un pequeño cuarzo ahumado, pulido, ensartado en una simple cuerda de cuero.
—Es un amuleto de protección, cargado con la energía de la montaña. Para ti y para el bebé. Te protegerá de la envidia, de los celos y, sobre todo, de las malas decisiones masculinas que hiciste en el pasado.
La última frase me golpea. Ella no sabe la verdad de Rodrigo, pero su intuición espiritual es tan molesta como acertada. La “mala decisión masculina” sigue creciendo dentro de mí.
—Gracias, Jenni —digo, sintiéndome genuinamente conmovida. Lo ato a mi muñeca, sintiendo el peso frío de la piedra contra mi piel. Es un recordatorio de la verdad que cargo: mi bebé no es producto de un amor bohemio y tranquilo lleno de pasión; es el resultado de una falla en el control de calidad, un factor de riesgo como lo llama su verdadero padre.
Pensar todo eso me molesta, pero le estoy teniendo cariño a este pequeño ser que crece en mí. Lo estoy queriendo cada día que pasa, es parte de mí. No importa si no tiene un padre, yo seré quien le de todo el amor posible y lo cuide con todo su ser. No será fácil, lo sé, pero estaré para él o ella a puños y garras.