El Hada Casamentera y el Rey del Infortunio Amoroso

Capítulo 1: Asesora del Amor

Pov Zaiden

—No voy a asistir a otra ridícula cita a ciegas —decreté.

Mi padre, Elías Montesco, estaba sentado en mi oficina, con el ceño fruncido y los labios apretados. Su cabello, ya de un tono gris, impecablemente peinado, su traje de diseñador en conjunto y una mirada que conocía a la perfección, una que decía: "No me puedes decir que no".

Y yo, Zaiden Montesco, CEO de una de las empresas de moda más grandes del mundo, lo sabía. Llevaba aguantando esta misma conversación desde que cumplí veintiuno.

—¿Cuándo vas a tomar esto en serio? —Su voz, severa y controlada, era un reproche silencioso.

—¿Tomar en serio qué exactamente? —levanté una ceja, jugando con el bolígrafo entre mis dedos, recostando mi espalda del sillón de mi despacho. El sonido del 'clic' constante era lo único que llenaba el tenso silencio.

—¡El matrimonio! ¡La familia! ¡El apellido! ¡La dinastía!

Sus aires de grandeza siempre me parecían divertidos.

—No me digas. ¿Ahora somos una dinastía? Creí que dirigíamos una empresa de moda —Me burlé.

—¡No seas irrespetuoso! —exigió, señalándome con su dedo índice—. Sabes lo que significa este apellido, lo que se ha sacrificado para que perdure. Y tú, Zaiden, eres el único que puede continuar con él.

—Ya tengo a Mila —respondí, mi voz se suavizó al mencionar el nombre de mi hija. Era mi único punto débil.

—Mila es una Montesco, por supuesto, pero se necesita un heredero. Un hijo varón. Y una esposa. Una mujer digna de estar a tu lado. Alguien que no sea… una de esas.

"Una de esas", se refería a todas las mujeres con las que había salido. La lista era larga, ridículamente larga. Mujeres que terminaron con el pelo en llamas, en el hospital, con una plaga de sapos en sus casas, o con la reputación por los suelos por una broma de mal gusto.

—Padre, no hay “una de esas", hay decenas de ellas. Es como una maldición. No hay una persona en el mundo que pueda estar a mi lado sin que su vida se convierta en un infierno. Es la herencia de los Montesco.

—Esa es la actitud de un perdedor —Se quejó, sus ojos entrecerrados hacia mí. Yo bostecé con aburrimiento—. Tienes que intentarlo. Ya estoy viejo y vencido, los años no pasan por gusto. Encuentra el amor antes de que…

—¿Antes de que mueras? —termino la frase por él. Era un chantaje emocional barato, pero sabía que funcionaba. Él me miró fijamente, con los ojos llenos de tristeza y decepción.

—¿De verdad no puedes hacer esto por tu padre? —preguntó, su voz era un susurro débil. Una actuación impecable debo admitir.

El orgullo que siempre me mantenía erguido, se ablandó, porque mi padre lo dio todo por mí. Me puse de pie, dándole la espalda, mirando por el gran ventanal de vidrio tintado la Torre Eiffel. Ni la ciudad del amor podría ayudarme.

—Bien —dije finalmente, con un suspiro de derrota—. Dame el nombre.

Una sonrisa se formó en sus labios.

—Te consiguí una cita con la hija del senador, Laura.

—¿Laura? La que casi se ahoga con una pepita de oro luego de intentar morderla.
La codicia de la chica era tan popular como su idiotez.

—¡Ese no es el punto! Mañana por la noche, a las ocho, en el restaurante L'Orangerie. Y por favor, no la dejes en coma.

—No prometo nada.

Él soltó una carcajada triunfal mientras salía de mi oficina, dejándome a solas con mis pensamientos.

El día pasó entre papeleo y constantes reuniones. Los bocetos de la próxima línea de ropa debían comenzar y ya me sentía frustrado. No lograba encontrar inspiración. Llegando las cuatro de la tarde mi teléfono vibró sobre mi escritorio. Un mensaje de mi chofer: "Ya deberíamos irnos. La Señorita Mila está por salir de la escuela, Señor."

Una sonrisa se forma en mi rostro, una sincera. Mila, mi hija. Mi razón de ser.
Me dirigí a la escuela, con el corazón latiendo con más fuerza. Al llegar, vi a mi pequeña sentada en una banca, sola, mientras el resto jugaban juntos esperando a sus padres.

Ella abrazaba a su peluche de unicornio. Su pequeña mochila con diseños de arcoíris estaba a su lado, sus hombros encorvados.
Me acerqué lentamente, mi pecho se apretó al ver su mirada triste.

—Hola, princesa —Me agaché y acaricié su mejilla. Estaba fría por el ambiente helado que comenzaba a hacer al finalizar noviembre.

—Hola, papi —sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos.

—¿Qué pasa? ¿Por qué estás tan triste? —Le pregunté, preocupado.

—N-nada. No es nada —rió nerviosa.

—¿Segura? —insistí, inquisitivo.

Ella negó con la cabeza y tendió sus bracitos hacia mí. La cargué y ella ahuecó su rostro en mi cuello. abrazándise a mí. Podía sentir sus pequeñas lágrimas mojando mi camisa. El enojo se apoderó de mí, sentía mi sangre hervir de furia.

—¿Quién te ha hecho llorar? —cuestioné, iba a hacer pagar caro a quien pudiera lágrimas en sus dulces ojos.

—Papi, ¿por qué nadie quiere jugar conmigo?

La pregunta fue un puñal en mi pecho. Mis ojos se abrieron con sorpresa.

—¿Quién dijo eso?

—Todos —Su voz era un hilo fino de dolor—. Dicen que... que soy un imán de desgracias. Que si juegan conmigo... algo malo les va a pasar.

Mi mandíbula se tensó y mis manos se cerraron en puños. La mala suerte que sigue a nuestro apellido era famosa, en mí despertó a los veintiuno, en mi pequeña despertó a sus cinco años.

—Ellos no saben lo que dicen, princesa. Son unos tontos. Te aseguro que eres la niña más maravillosa y especial del mundo. Y no eres un imán de desgracias, tú solo atraes felicidad.

Mila me miró con sus grandes ojos café, con sus pestañas empapadas en lágrimas.

—¿De verdad?

—De verdad. Ahora, ¿qué tal si vamos a casa y pedimos pizza? La de pepperoni con extra queso.

Ella sonrió, dejando atrás su tristeza, y mi corazón se encogió de alivio.

—¡Sí! ¡Pizza! ¡Y galletas de chocolate!




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