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Raúl conducía de regreso a la ciudad en el pequeño auto que le había regalado su madrastra Aracely. No podía dejar de pensar en ese breve encuentro que había tenido con Eugenia. La joven se había convertido en una mujer hermosísima, mucho más de lo que era antes y eso lo tenía mucho más frustrado aún de lo que ya estaba.
Se había prometido a sí mismo, hacía tiempo, no involucrarse con ella ni alentarle falsas esperanzas y, hasta el momento, lo había logrado, o al menos eso pensaba. Pero sólo se engañaba a sí mismo, ahora estaba consciente de ello. Porque por mucho que tratara de evitarlo, ella siempre estaba presente en sus pensamientos y, siempre que estaba cerca, se sentía bastante tentado a derrumbar las barreras que él mismo había erigido, justo como había sucedido este fin de semana.
La joven se había convertido en alguien absolutamente indispensable en el Rancho Cárdenas. Ricardo le había costeado un curso en una academia de belleza, mismo que Eugenia había aprovechado al máximo. Era muy buena en lo que hacía, pronto empezó a maquillar y peinar a todas las mujeres del pueblo, no sólo a las de su familia y se hizo de una muy buena reputación. Ganó lo suficiente para seguirse costeando cursos y seminarios de actualización y convenció a los Cárdenas de poner su pequeño spa en el rancho. Él sabía, por comentarios de su familia, que la agenda de la joven estaba llena y que siempre había lista de espera de mujeres que querían ser atendidas por ella. Además, ayudaba generosa y desinteresadamente en la administración y el mantenimiento de las cabañas haciendo lo que fuera necesario para lo mismo: Limpiaba, ayudaba en la cocina, servía mesas, atendía a los huéspedes y se ofrecía como niñera de los pequeños visitantes. Había organizado, los fines de semana, divertidas tardes de manualidades, o de contar cuentos o cualquier cosa que se le ocurriera para divertimento de los pequeños. Su “Hora de los cuentos” alrededor de la fogata era muy esperada y muy aplaudida por todos los huéspedes. Eugenia tenía un carácter alegre y amable, era de risa fácil y muy ocurrente para hablar. Todos en el rancho, tanto la familia como los trabajadores, le mostraban genuino aprecio.
Raúl soltó un suspiro de satisfacción y de orgullo y detuvo el auto frente a una taquería. Pidió un par de raciones para llevar y, mientras esperaba a que lo atendieran, siguió pensando en Eugenia y cómo había madurado en los últimos años al grado de convertirse prácticamente en la administradora del complejo de cabañas. Como Aracely había tenido gemelos y Miriam un pequeñito, Eugenia se había hecho cargo poco a poco de las obligaciones de ellas. Era la joven quien atendía a los proveedores, coordinaba a los trabajadores, se encargaba de la publicidad en las redes sociales y supervisaba que todo estuviera en perfecto orden. La familia, ante lo valioso de su ayuda, le pagaba un buen sueldo por ello que, sumado a lo que ella ganaba por su cuenta como maquillista y peinadora, le proporcionaba buenos ingresos. Sin embargo, no gastaba casi nada de lo que ganaba. Todo lo ahorraba y no era afecta a las joyas, la ropa lujosa o demás cosas que generalmente adoraban las jóvenes de su edad, lo poco que gastaba, lo invertía en cursos y seminarios de belleza que tomaba en la ciudad. Eugenia era muy juiciosa, muy discreta y muy poco sociable. Sólo iba al pueblo si tenía que trabajar a domicilio, ni siquiera cuando viajaba a la ciudad se iba al café o a un bar con amigas, llegaba directo a clases y, al terminar, se dirigía inmediatamente a la central de autobuses para regresarse al rancho.
Le entregaron su orden, pagó y regresó a su auto. Condujo un par de cuadras más y se estacionó frente a una casa. Descendió del vehículo, tomó su maleta y la cena y se acercó a la puerta. Apenas había dado un par de pasos cuando esta se abrió intempestivamente y una mujer mayor se asomó.
— ¡Raulito, hijo! — Exclamó acercándose a él para abrazarlo. — ¡Qué bueno que llegaste! Me tenías con el pendiente...
— Pasé por la cena, Catita. — Respondió él con una sonrisa, mostrándole la bolsa de los tacos.
— ¡Ay, hijo! No te hubieras molestado. — Dijo la mujer tomando la bolsa. — Yo bien te podría haber preparado algo.
— No se preocupe, Catita. — Negó él. — Unos taquitos de vez en cuando no me van a hacer más pobre. Ande, vamos a cenar.
La mujer sonrió y llevó la bolsa a la mesa mientras él entraba a su habitación a dejar la maleta. Regresó con un paquete en las manos.
— Mi tía Miriam le manda un poco de cecina. — Le dijo entregándole el paquete. — Y mi madrastra Aracely le manda huevos frescos.
— Esas mujeres son un amor. — Dijo Catita soltando un suspiro de satisfacción. — Dales las gracias de mi parte cuando las vuelvas a ver.
— Sí, no se preocupe.
— ¿Cómo está tu familia? — Preguntó la mujer, mientras ponía unos platos en la mesa.
— Todos muy bien. — Asintió el joven. — Con muchísimo trabajo, como se podrá imaginar. Le mandan muchos saludos.
— Siempre que vas a visitarlos, regresas deprimido. — Dijo la mujer con un suspiro, poniéndose seria.
— Es que, cuando voy, no tengo ganas de regresarme. — Dijo Raúl encogiéndose de hombros. — Sé que hago mucha falta allá y me cuesta dejar el rancho sabiendo que necesitan manos, pero pues ni modo. Tengo que terminar la escuela.