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Eugenia revisó que todo estuviera limpio y en orden, apagó las luces y salió del edificio principal, cerrándolo con llave. Se acercó al fogatero a comprobar que el fuego estuviera debidamente apagado y luego se dirigió a su cabaña. Durante el trayecto, saludó con un gesto algunos de los huéspedes que caminaban bajo las estrellas.
Su celular sonó y respondió la llamada.
— Hola Euge. ¿Todo bien? — Era Aracely, la esposa de Roberto Cárdenas.
— Sí, ya cerré todo, estaba por llegar a mi casa.
— Divina Euge... ¿Qué haríamos sin ti? — Preguntó la mujer con un suspiro, haciendo reír a la joven. — Yo me encargo mañana de todo, si mal no recuerdo, tienes que ir a la ciudad a un curso. ¿Cierto?
— El curso es pasado mañana, y me voy hasta mañana en la tarde. — Asintió Eugenia mientras metía la llave en la cerradura. — Así que, durante el día no necesitas venir, yo me encargo.
— ¿Segura?
— Sí, no hay problema. — Asintió la joven entrando a su cabaña y encendiendo la luz. — A media tarde sí voy a necesitar apoyo, y que alguien me lleve al pueblo a tomar el autobús, por favor.
— ¡Por supuesto! Yo me encargo. — Respondió Aracely con entusiasmo. — Gracias por todo Euge, que descanses.
— Buenas noches. — Respondió la joven y cortó la llamada.
Cerró la puerta y giró mirando a su alrededor. La habitación era absolutamente impersonal. Al frente estaba un pequeño aparador lleno de souvenirs alusivos al rancho y un pequeño escritorio donde ella solía trabajar las cuestiones administrativas de la cabaña. Un pequeño sofá estaba pegado a una pared y, en la pared contraria, estaba su centro de maquillaje con un gran espejo sobre una repisa, una silla alta y, en un rincón, tenía una silla shiatsu que ocupaba para dar masajes. Había decorado todo de una manera femenina y agradable, pero nada cargado, aun así, ese lugar sólo era su centro de trabajo y no reflejaba su verdadera personalidad. Apagó la luz y entró a su habitación. Ese era su rincón personal, su refugio y su lugar de descanso. El único sitio donde se podía aislar de todo, relajarse a gusto y quitarse la máscara de mujer eficiente, seria y trabajadora para poder ser sólo una jovencita enamorada de un imposible y soñar con algo que sabía que jamás podría tener.
Preparó la cafetera, se quitó los zapatos y se dejó caer en la cama, revisó en su teléfono los pendientes del día siguiente, tomó su camisón y se metió a dar una ducha. Cuando salió del baño, se sirvió un café y se sentó junto a la ventana, a oscuras, mirando el cielo estrellado y escuchando el canto de los grillos.
— Raúl... — Musitó con tristeza. — ¿Algún día podrás perdonarme?
Con pesar evocó un día, hacía varios años, en que había malinterpretado la visita de Raúl a su casa, preguntando por su hermana y lo había acusado de estar involucrado con Miriam, quien era varios años mayor que él. Eso había molestado muchísimo a Raúl dado que él sólo había ido a solicitar su ayuda como enfermera, le dijo cosas muy duras a Eugenia y, desde ese día, evitaba como la peste a la joven y casi nunca le dirigía la palabra. Por eso le había sorprendido muchísimo el día anterior que en el arroyo la acompañara a su cabaña, le cargara la mochila y conversara un poquito con ella.
Dio un sorbo a su café y se acomodó en el sillón.
— No espero que me ames. — Pensó con tristeza. — Sé que eso nunca pasará. Lo único que pido es que dejes de odiarme y te des cuenta de que ya no soy la niñita tonta de hace unos años.
Una llamada a la puerta interrumpió sus pensamientos.
Con extrañeza, se puso una bata encima y acudió a abrir con algo de recelo. Era el único miembro de la familia que vivía en esa zona del rancho y la mayoría de los huéspedes lo sabían.
Se asomó sin abrir del todo y miró a través de la rendija. Un hombre estaba parado dándole la espalda.
— Dígame... — Dijo Eugenia, con curiosidad.
El hombre se giró hacia ella.
— Hola, disculpa que te moleste a esta hora. — Dijo el huésped. — Pero tengo una emergencia en mi cabaña. Al parecer, se rompió una tubería en el baño. ¿Podrías revisar?
Eugenia asintió.
— Deme un par de minutos y lo alcanzo allá.
— Sí, gracias. — Asintió él y se alejó.
Eugenia regresó a su habitación y tomó su celular, marcando un número.
— Euge... ¿Qué pasó? — Respondió Roberto, el esposo de Aracely.
— Disculpa que te moleste. — Dijo la joven buscando su ropa. — Supuestamente hay un desperfecto en el baño de la cabaña azul. ¿Puedes echarme la mano?
— Sí, espérame en tu casa. — Asintió él. — No vayas sola.
— Obvio... — Respondió ella con algo de ironía, terminando la llamada.
Sabía, por experiencia, que algunos huéspedes se querían pasar de listos con las mujeres del rancho. Por eso todos tomaban medidas precautorias y ninguna se quedaba a solas con alguno de ellos. Ese truco de algo descompuesto en una cabaña a mitad de la noche era algo que ya otros habían intentado, así que cuando pasaba algo así, era uno de los hermanos Cárdenas en persona quien se encargaban de acudir, evitando así cualquier mal entendido o alguna situación comprometedora.