El Imperio No Ha Caido

EL IMPERIO NO HA CAÍDO

                                   I

—¿Qué buscas? ―preguntó Hernando, fastidiado por la presencia del Inca. Desde el umbral, los quejidos de tres mujeres irrumpieron el silencio― Este ya no es tu recinto, y estas ya no son tus mujeres.

—¿Qué buscas tú? —respondió Manco, seguro de sus palabras; y quien, más allá de sus temores, siempre tuvo la suficiente fortaleza para actuar en momentos como esos. Al fin y al cabo era el Inca.

—Deberías escoger muy bien tus palabras ―amenazó el otro sin titubear―; sabes que serás responsable de cada una de ellas.

En efecto, lo sabía. La crueldad extranjera le había arrebatado todos sus privilegios: tierras, nobleza, lujos; incluso sus mujeres.

—Temo por mi vida y por la de mi familia ―se apresuró a decir Manco―. Deseo proponerle un trato.

Hernando se alertó. Miró a los lados con cierta descon- fianza, como temiendo una emboscada; en el interior, los susurros de las féminas se confundían entre sí.

—¿Te interesa? —preguntó Manco, inquieto por el breve silencio.

Hernando levantó una de las cejas y puso atención a sus palabras. Existían antecedentes similares que le hicieron creer en la veracidad de la propuesta.

—Comienza a hablar… —susurró lentamente, acercándose hacia él.

—Puedo conseguirte lo que deseas — respondió Manco imprimiendo en  su voz un tono de misterio.

El español frunció el ceño.

—Riquezas —se apresuró a decir Manco.

Hubo un momento de silencio en el que ambos parecían esperar la reacción del otro. El español fue el primero en disimu- lar un gesto y, como nunca antes, prestó atención a sus palabras.

—No seré víctima de tus tretas – advirtió luego. Desde ya, el fuego de su ira, emanaba por sus ojos

—No me atrevería ―respondió Manco―. Sé de tu poder y también de tu compasión. Antes de que estuvieras a cargo, yo vivía como un animal enjaulado.

Hernando ordenó a su servidumbre que lo vistieran y luego les pidió que lo dejasen solos. Ya en el interior, Manco se dio cuenta de que los nuevos enseres europeos habían convertido su palacio en un lugar muy parecido a un burdel. Sin embargo, el aroma de las damas aún permanecía intacto. El inka trató de buscarlas en el recuerdo, como si el fulgor de aquellos días le devolviera a las amantes de su pasado.

—Tengo una propuesta ―volvió a decir, afectado por el entorno―. Conozco el odio que tus hermanos me profesan y sé que lo más probable es que retorne a las cadenas de siempre.

Hernando se sorprendió por la habilidad de su lengua. Era la primera vez que lo oía hablar en un español fluido.

—Continúa —le dijo.

—Deseo protección para mí y los míos, así como tu palabra de que el poder continuará en mis manos.

—¿A cambio de qué?

—Eso ya te lo puedes imaginar; oro.

Aunque la barba le cubría el rostro en su totalidad, la sonrisa satisfactoria de un acuerdo ventajoso lo sobresaltó. Sin embargo, las dudas le rondaban la mente como si no estuviera del todo convencido. Manco lo intuyó de inmediato, y para justificar

 

la veracidad de sus palabras, solicitó la presencia de un servidor.

—Antes de que llegaran a la ciudad ―explicó mientras esperaban―, muchos de los tesoros del más grande de los santua- rios que ustedes profanaron lograron ser rescatados y puestos a buen resguardo...

Cuando aún no terminaba de explicar el sirviente requerido se presentó. Se trataba de un nativo fiel al Inca, uno de los pocos que aún quedaban a su cargo, pues muchos otros juraron lealtad a las fuerzas extranjeras.

el Inca. —Ve al lugar secreto y trae los objetos sagrados —ordenó El sirviente supo inmediatamente a qué se refería, y antes

de que pudiera protestar, Manco levantó la mano en señal de autoridad.

—¡Obedece!

Al principio el Inca solo comprendía el riesgo, la inmensa posibilidad de peligro que implicaba el fracaso; pero no lograba imaginar la trascendencia del objetivo. Era un riesgo mayor al de una guerra; la conspiración de una insurgencia insalvable que abriría paso a la revolución.

—Si mientes, sabes lo que te espera —lo advirtió Hernando.

Manco asintió.

La única condición que puso fue que nadie lo siguiera, salvo los hombres que el subordinado eligiera. Hernando aceptó con cierto recelo. Para tranquilizarlo, Manco apeló a viejas historias que describían la forma de como escondían sus mas sagrados; pero, ni bien comenzó a hablar, fue interrumpido.

—Espero sea cierto ―repitió Hernando la advertencia―. Un error no solo te costará tu puesto, sino también tu vida.

Desde luego, Manco no fue indiferente a las amenazas. Desde aquel momento, la ansiedad de la espera le carcomió las entrañas como si ya comenzara a cargar la culpa del fracaso. Cuzco era un lugar desolado y lleno de tristeza, y el rumor de los trágicos eventos que sucedían allá afuera parecían ingresar pidiendo socorro por las ventanas. No obstante, pasado algunos días, entre toda esa miseria en que se había convertido su magnífico imperio, en el horizonte, bajo la sombra de las extenuantes nubes serranas, descubrió a los hombres enviados, que aparecían con el cargamento entre sus espaldas




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