El jardín de la Reina

Cruzar el umbral

Hace cuatro días que Anadith no cruza el umbral de su habitación. Las cortinas permanecen cerradas, la luz apenas se cuela en líneas pálidas, y su presencia se reduce a un suspiro contenido detrás de las puertas selladas. Walter entra cada mañana, sin falta, pero no soporta quedarse. A los pocos minutos sale enfadado, mascullando cosas que nadie escucha. Anadith se queda de pie en el balcón como un centinela sin causa. Desde ahí, observa su jardín: el césped perfectamente cortado, las flores alineadas con precisión real... y en el centro, esa pequeña casita solitaria que solo Anadith puede pisar. Un santuario secreto.

Ese día, Walter irrumpe sin golpear.

—Anadith, voy a entrar —anuncia con firmeza.

—No estoy de humor hoy... —su voz llega apagada, hueca.

Él se detiene solo un segundo.

—Espera. Es importante. —Avanza hacia el balcón, donde ella permanece inmóvil, con los brazos cruzados contra el pecho, como si se protegiera del mundo.

—Hubo un asesinato. En la hacienda del conde Trovi.

Anadith no se vuelve. Su silueta se tensa apenas.

—¿A quién asesinaron? —pregunta, confundida, como si aún no procesara del todo lo que acaba de escuchar.

—A seis hombres, plebeyos del reino. Campesinos... y sirvientes del castillo.

El corazón de Anadith dio un vuelco. Una punzada de frío le subió por la espina dorsal, encendiendo una alarma muda. Sintió cómo la sangre se le agolpaba en los oídos. Un mal presentimiento se instaló sin permiso, como un huésped indeseado.

—¿A quiénes exactamente? —preguntó, con la voz apenas audible.

Walter le mostró una carta, aún sin abrir del todo, sellada con cera roja.

—Nos enviaron esto. Ahí están los nombres, la dirección del velorio. No suelo ir a ceremonias por cualquiera... pero algunos trabajaban aquí, contigo, en el palacio. ¿Quieres venir?

"¿Trabajadores del reino?" pensó Anadith. Algo empezó a latirle en el pecho con fuerza nueva. Como si un nombre sin pronunciar flotara en la superficie de su mente.

—El conde se encargó de todo —añadió Walter con tono seco—. No fue el responsable. O eso dicen. Solo que... las muertes fueron muy violentas. Salvajes, incluso. Hablan de ladrones. Desquiciados. Nada que apuntara al conde. Él solo pierde.

Anadith no respondió. Pero sus ojos, fijos en el horizonte gris, ya no estaban realmente allí.

Al mediodía, partieron en silencio hacia la Hacienda Trovi. El carruaje avanzaba por caminos pedregosos, entre pastizales y árboles demasiado quietos. Walter había ordenado preparar donaciones para las familias afectadas. Lo hacía con el lenguaje del deber. Ella, en cambio, lo hacía con las manos temblando.

La hacienda se alzaba imponente a las afueras del pueblo: columnas de mármol blanco, jardines recortados y un aire de luto que se respiraba incluso antes de bajar del carruaje.

—Sus Majestades, el Rey y la Reina Vardemir están aquí —anunció el mayordomo con voz grave, al abrirles paso.

El conde Trovi salió al encuentro, con expresión solemne y el cuerpo rígido por la formalidad.

—Majestades —dijo, haciendo una reverencia precisa—. Su presencia en medio de tanta desgracia... nos honra profundamente.

—Conde, hemos venido a ofrecer nuestras condolencias por los asesinatos —declaró Walter con tono diplomático, aunque sus ojos no mostraban pena.

—Les agradezco infinitamente. Las familias están reunidas en el ala oeste —informó el conde, haciendo un gesto con la mano—. Si desean, puedo llevarlos.

Walter miró de reojo a Anadith, que no había dicho una palabra desde que llegaron.

—¿Te importaría ir tú primero?

Ella asintió con suavidad.

—Por supuesto. Iré.

Salió del despacho con el corazón en la garganta. Cada paso hacia la sala de duelo era un eco. El aire olía a incienso y madera antigua. Los pasillos estaban plagados de rostros tristes, sombras, murmullos apagados.

Cuando el mayordomo la anunció, todos en la sala se pusieron de pie y se inclinaron en señal de respeto. La reina caminó entre ellos sin hablar, sin mirar a nadie en particular. Una parte de ella deseaba que el nombre que temía no apareciera. La otra... ya sabía que era inevitable.

Se colocó frente a los ataúdes. Y contuvo el aliento.

Todos se pusieron de pie al instante, inclinándose en reverencia solemne, sin atreverse a levantar la mirada hasta que ella habló.

Anadith no se sentía como reina. Caminaba entre los féretros con pasos mecánicos, las manos entrelazadas con fuerza para no temblar. Pronunció un breve discurso de condolencia, con una voz que no parecía la suya. No quiso mirar los rostros cubiertos, ni detenerse demasiado ante cada ataúd. Pero el aire pesaba, cargado de rumores: que fue un ataque organizado, que había intenciones ocultas, que entre los muertos podía estar alguien importante.

—Majestad —dijo una voz temblorosa.

Una anciana se acercó arrastrando los pies, con el rostro cubierto de arrugas y lágrimas secas—. ¿Podría echar un vistazo al ataúd de mi hijo? Él trabajaba en el palacio, tal vez lo recuerde...

Anadith sintió que el estómago se le cerraba. Una punzada fría le subió por la nuca. No quería acercarse. Lo supo antes de que lo viera. El presentimiento llevaba días instalado, y ahora palpitaba como una herida abierta.

—Claro... —respondió en voz baja.

Se acercaron juntas. Cada paso era una caída lenta dentro de un abismo. Cuando llegaron al ataúd, la anciana respiró hondo y retiró la tapa con manos delicadas. Luego le acarició los dedos al cadáver con una ternura que desgarraba. Anadith no quiso mirar, pero por un momento no pudo evitarlo, noto que las manos del cadáver no tenían las yemas de los dedos.

—Él era todo lo que tenía —susurró—. No sé qué haré sin él...

Con un sollozo, retiró por completo la manta que cubría el rostro del joven.

Anadith contuvo el aliento.

El rostro aún tenía partes cubiertas, le habían sacado los ojos, cortado los labios, era una escena terrorífica. Pero ella aun así lo reconoció.




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