Cassian Lincoln no solía perder el tiempo con reuniones innecesarias, pero ese jueves decidió recorrer personalmente los distintos departamentos de la empresa. Le gustaba recordarles a todos que él estaba al mando. Y, en el fondo, también buscaba excusas para observar a Marina Velarde desde una distancia segura. Desde que volvió a su vida, algo se removía dentro de él, una mezcla de rabia, deseo y... algo mucho más peligroso.
—El departamento de diseño está por esta ala, señor Lincoln —le indicó el gerente de operaciones.
Cassian asintió, distraído. A mitad del pasillo, escuchó una risa infantil.
Una que no pertenecía a ese mundo de trajes y cifras.
Frunció el ceño.
—¿Qué es eso?
—Ah… es la hija de una de las empleadas. Hoy hubo un inconveniente con el jardín donde la cuidan y… bueno, ya sabe cómo son esas cosas.
Cassian giró hacia la sala donde provenía la risa. El corazón le dio un pequeño vuelco cuando la vio.
Una niña de cabello castaño claro, rizado como una tormenta suave, con unos enormes ojos grises que lo dejaron sin aliento.
Eran sus ojos.
La pequeña jugaba con unos lápices de colores, murmurando una canción infantil. A su lado, una mujer del área de recursos humanos la cuidaba con cariño.
—¿Cómo se llama? —preguntó Cassian, sin poder apartar la mirada.
—Callie. Tiene cinco años. Es la hija de Marina Velarde.
La sangre dejó de fluirle al rostro.
Cinco años.
Cinco malditos años.
—¿Su… hija? —repitió, como si no lo hubiese entendido bien.
—Sí, señor. Una niña encantadora. Marina ha sido madre soltera desde que llegó. No habla mucho del padre.
Cassian no dijo nada. Sus pensamientos se amontonaban como una avalancha.
Callie. Cinco años. Ojos grises. Misma forma de reír. Mismo hoyuelo en la mejilla.
Dios.
No podía ser una coincidencia.
—¿Está Marina en su oficina? —preguntó con voz tensa.
—Sí, creo que acaba de regresar del almuerzo.
Cassian se giró de inmediato.
Marina apenas tuvo tiempo de sentarse cuando la puerta se abrió de golpe.
Cassian entró sin pedir permiso, sin anunciarse, con la mirada encendida.
—¿Es tu hija?
Marina se congeló.
—¿Qué?
—Callie —repitió con un tono peligroso—. ¿Es tu hija?
Ella tragó saliva. El mundo se le vino abajo. Había sido muy cuidadosa. Muy silenciosa.
—No entiendo por qué preguntas eso.
Cassian se acercó, su figura imponente, su voz rota.
—Tiene mis ojos, Marina. No me tomes por estúpido. ¿Cuántos años tiene? Dímelo.
Ella se quedó callada.
—Cinco —murmuró al fin, con un hilo de voz—. Tiene cinco.
Cassian apretó los puños.
—¿Y tú crees que eso no significa nada para mí?
—Cassian, yo…
—¡Me lo ocultaste! —explotó él, con el dolor a flor de piel—. Me alejaste de mi hija. ¡Cinco años sin saber que existía!
Marina se levantó, con lágrimas en los ojos.
—¡Tu madre me obligó a dejarte! ¡Me amenazó! Y cuando quise buscarte, ya te habías ido. Ya estabas con otra mujer. Ya estabas fuera de mi alcance.
—No me diste elección. Me dijiste que no me amabas, que me habías engañado. Me destrozaste. ¡Me obligaste a irme!
—¿Y crees que fue fácil para mí? ¡Tu madre me dijo que arruinaría tu futuro, tu carrera, si no desaparecía! Me chantajeó. Estaba embarazada y sola, y tú estabas allá afuera, brillando con ella.
El silencio se hizo espeso entre ellos.
Cassian la miró, y algo en su expresión cambió. El enojo comenzó a ceder ante una marea más profunda: dolor, traición, desconcierto.
—¿Por qué no me lo dijiste cuando volví?
—Porque tenía miedo —admitió ella, rota—. Miedo de que quisieras quitarme a mi hija. Miedo de que… me odiaras aún más.
Cassian bajó la mirada. Callie. Su hija. Su sangre.
—Quiero verla —dijo finalmente—. Hoy. Ahora.
Marina tembló.
—Cassian…
—No. Ya perdiste el derecho a decidir. No después de esto.
Y con esas palabras, salió de la oficina como un huracán.
Marina se dejó caer sobre la silla, con el pecho encogido.
La verdad había salido a la luz. Pero ahora… ahora comenzaba la parte más peligrosa.