El Juego De Los Grillos

MEDALLÓN DE SANGRE

El ejército del Reino Sosoigiler marchaba con seguridad hacia la frontera con Mictlán, la misma seguridad que te da el poder de una línea ininterrumpida de sangre quetzal en las venas y tropas pura sangre que se extienden hasta donde se pierde el horizonte.

El gobernador militar, nombrado bajo ese título porque “dictador” era muy severo, Antonio de Bucareli iba hasta el frente de sus tropas, guiándolas hacia una victoria prácticamente asegurada, el ejército era más para saquear las poblaciones que se encontrara su paso que para un enfrentamiento con el enemigo.

El gobernador Bucareli iba en compañía de su hijo mayor Payo Enrique, general supremo de las fuerzas armadas de Sosoigiler. Ambos, hombres altos, corpulentos, exuberantes barbas, blancos de cabellera castaña clara y con una mirada sombría que haría que cualquier canastilla se sometiera a su voluntad. Tan confiados en las habilidades superiores con los que los dotó la naturaleza que su armadura se limitaba a unas hombreras y una máscara de metal con forma de caballo. La musculatura de estos machos perfectos se confundía con la de los garañones españoles que se montaban, parecían centauros caminando por el bajo pastizal seco que a duras penas crecía sobre la tierra árida de esa zona semidesértica.

La frontera con Mictlán estaba delimitada por una barrera natural de cactáceas de diferentes especies y tamaños, detrás de ésta se encontraba el río más grande de la región, llamado por los nativos Ameyalli, que significa en náhuatl “cuerpo de agua”.

La zona semidesértica y desértica de la isla comenzaba a partir del área sur de Sosoigiler, extendiéndose por gran parte de Mictlán, por ende, las sequías eran frecuentes, así como prolongadas en esa parte del país. Como el río Ameyalli era el único cuerpo de agua en kilómetros a la redonda, el gobernador llegó a la conclusión de que el río debía ser de su nación ya que, por derecho divino, su dios le había concedido la facultad de disponer de todos los recursos naturales, estuvieran en su lado de la frontera o no.

- Sigo sin creer que esos canastillas tengan como única barrera de protección en su frontera esos ridículos cactus. – comentó el hijo al padre, mientras divisaba con sus binoculares la frontera a la que se acercaban.

- Son salvajes que viven de la naturaleza, ¿qué esperabas? – contestó de manera déspota el gobernador, sonriendo, sintiéndose seguro de una victoria más ganada.

- Padre, si solo venimos a tomar un río, ¿por qué las tropas?

- Bueno, si ya cruzamos la frontera… ¿por qué no hemos de compartir nuestra cultura, civilización, educación y religión con el resto de la comunidad del Mictlán?

El padre compartió una sonrisa furtiva con su hijo, regocijándose del agua que estaban por reclamar como suya.

Los hombres de los batallones se esparcieron por la barrera, desenvainando sus espadas, dispuestos a darle fin a las cactáceas que reinaron esa tierra durante años. Derribaron unos diez metros cuadrados de cactus, el dulce aroma del agua fresca estaba a unos tres metros de ellos cuando, al primer valiente que se le ocurrió atravesar el muro caído para gozar del líquido vital, se escuchó una flecha cortar el viento a su paso y dar justo en los corazones de los hombres del batallón que se atrevieron a derribar la barrera.

Las flechas fueron disparadas con tal habilidad, que los cadáveres cayeron lejos del agua. Ante el barullo de los caballos, el gobernador y el general acudieron de inmediato a ver que sucede, ordenando la retirada de los demás batallones para evitar que otro cayera.

Al llegar al área caída del muro, se encontraron con un río de sangre que se deslizaba por las raíces de las plantas desérticas e impregnando con un olor ácido el ambiente.

- Pero, ¿qué…? – estaba por exclamar el joven, cuando, no muy a lo lejos, del otro lado del río se vio una figura abrirse paso por el zacate.

- Los guerreros del Mictlán. – anunció el padre.

Entonando un canto más de advertencia que de guerra, la tierra se cubrió de soldados con armaduras que cubren completamente su cuerpo, teniendo grabados en la superficie el animal del escudo del batallón al que pertenecen, siendo los de las primeras líneas los Guerreros Leones de Montaña. Delante de estos, marcando el paso y respaldando las acciones de los soldados, estaban el Emperador Akbal, el príncipe mayor Ikal, el príncipe menor Nahil, y la princesa Itzá.

- ¡Hombres! ¡Reagrúpense! – ordenó el general cuando ve que los arqueros, situados en la parte media del ejercito Mictlán, estaban preparados para dejar caer una lluvia letal tan tupida que ocultaría el sol. – ¿No se supone que era un ataque sorpresa?

- Pues sí lo fue, aunque los sorprendidos fuimos nosotros.

Las tropas de Mictlán se detuvieron a orillas del río, mientras que el emperador y sus hijos caminaron sobre una parte no profunda del cuerpo de agua, en dirección a los invasores. Al ver esto, el gobernador Bucareli le hizo una seña a su hijo y ambos cabalgaron en dirección hacia los Mictlán.

La corriente del río era muy fuerte, así que los caballos se asustaron tan pronto sintieron la fuerza del agua bajo sus patas, obligando a los quetzales a bajar de sus corceles y caminar al encuentro con sus enemigos en medio del río.

- Vaya bienvenida. – soltó el gobernador de manera diplomática, pero enérgica.




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